Rev. Ciencias Sociales #183. 2024 (I)
ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601


Apuntes sobre los análisis de la movilización popular de los setenta en El Salvador: una propuesta de nuevos conceptos para un viejo debate

Notes on the analysis of the popular mobilization of the seventy in El Salvador: a proposal for new concepts for an old debate

Lucrecia Molinari*
Tipo de documento: ensayo académico
Fecha de ingreso: 13/06/2023 • Fecha de aceptación: 17/01/2024

Resumen

Entre 1980 y 1992 se desarrolló en El Salvador una guerra civil que enfrentó a sus fuerzas armadas y al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Fue precedida por una movilización popular de enorme riqueza y carácter inédito (1972-1979). El presente trabajo revisa diversos análisis sobre la movilización desarrollada en la década de los 70, principalmente en el ámbito urbano, para dar cuenta de dos supuestos que subyacen en el debate: los 70 como antesala de la guerra civil o la continuidad entre la movilización de los 70 y el desarrollo de la lucha armada, y la continuidad entre la movilización previa a la guerra civil y la transición democrática. Se plantea una lectura de la historia reciente salvadoreña que busca dialogar con las anteriormente mencionadas discutiendo esta idea de continuidad. Se enfatiza para ello en aquellas lógicas, dinámicas y elementos que se debilitaron o desaparecieron como resultado del salto represivo que tuvo lugar alrededor del año 1980.

Palabras clave: El Salvador, genocidio, dictadura, movimiento de protesta, lucha armada

ABSTRACT

Between 1980 and 1992, a civil war took place in El Salvador between its armed forces and the Farabundo Martí National Liberation Front (FMLN). It was preceded by a popular mobilization of enormous wealth and unprecedented character (1972-1979). The present work reviews various analyzes on the mobilization of the 70s, mainly in the urban area, to account for two assumptions that underlie the debate: the 70s as a prelude to the civil war or the continuity between the mobilization of the 70s and the development of the armed struggle, and the continuity between the mobilization prior to the civil war and the democratic transition. A reading of recent Salvadoran history is proposed that seeks to dialogue with the afore mentioned by discussing this idea of continuity. For this purpose, emphasis is placed on those logics, dynamics and elements that were weakened or disappeared as a result of the repressive surge that took place around 1980.

Keywords: El Salvador, genocide, dictatorship, protest movement, armed conflict


* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Tres de Febrero, radicada en el Centro de Estudios sobre Genocidio (CONICET UNTREF), Buenos Aires, Argentina.
https://orcid.org/0000-0002-9461-3742
lucrecia.molinari@gmail.com

Introducción

Es en buena medida por las dimensiones que adquirió el enfrentamiento en El Salvador entre sus Fuerzas Armadas y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) durante la década del 80, que este país suscitó la proliferación de estudios sobre el conflicto armado. Dado el significativo desarrollo de dicha guerrilla, este elemento tendió a erigirse como principal explicación de la brutal represión desplegada por fuerzas estatales y paraestatales.

Paralelamente, la movilización de los 70 en El Salvador, caracterizada por el surgimiento y auge de la actividad de los llamados “frentes de masas”, suele ser considerada como “antesala” de dinámicas hegemónicas de las décadas siguientes, y no necesariamente analizada en su particularidad. Se trata de la movilización popular que tuvo lugar en El Salvador entre 1972 y 1979-1980, donde las mencionadas organizaciones impulsaron un continuo aumento de las acciones de protesta —en frecuencia y en tamaño— y le dieron heterogeneidad a estas funcionando como articuladoras entre diversos colectivos.

Por su masividad, radicalidad y por la violenta forma en que fueron reprimidas, es que constituyen un caso singular en el periodo de auge de movilización de la segunda mitad del siglo XX en toda América Latina. Sin embargo, son pocos los trabajos que ponen en relación dichas características particulares (inéditas en la historia salvadoreña) con el despliegue de la represión estatal y el terrorismo de Estado en el mismo período. Resultan, en cambio, más comunes, aquellos abordajes que dan cuenta del proceso como una “antesala” de procesos posteriores, como un momento significativo en tanto se manifiestan, en germen, elementos que se van a profundizar una o dos décadas después.

No es el objetivo de este artículo revelar una división tajante entre textos o autores, razón por la cual no se ofrece una enumeración exhaustiva de los mismos. Se busca, en cambio, proponer de manera tentativa, una agrupación de ciertas ideas y supuestos que se reiteran en numerosos y valiosos trabajos, los cuales comparten el hecho de abonar a una lectura que marca una continuidad o proceso acumulativo entre los 70 y las décadas siguientes. Dado que, indudablemente esa continuidad existe —ningún proceso parte de cero y es imposible no vincularlo a circunstancias anteriores—, se propone una lectura que es complementaria más que opuesta, en tanto tiene el mérito de visibilizar algunos aspectos no siempre evidentes del proceso de movilización popular de los 70, y que enfatiza en la idea de quiebre y cambio de lógica alrededor del año 1980.

Efectivamente, de la lectura de diferentes análisis de dicho fenómeno, resulta pertinente hacer una propuesta para ordenar el debate alrededor de dos ejes o claves diferentes de lectura: la movilización popular de los 70 en El Salvador como “antesala” de la guerra civil (1980-1992) —con énfasis en los elementos relacionados con el despliegue de la lucha armada—, y la movilización popular de los 70 como antesala de la transición democrática —proceso que se inicia en plena guerra civil—. Cabe reiterar que no se considera erróneo ubicar la ola de movilizaciones de los 70, en tanto inicio o surgimiento de dinámicas que se consolidarán luego. Sino que se plantea otra alternativa más de análisis, que enfatice el quiebre de ciertas dinámicas, lo cual permitiría observar más claramente aquellas lógicas que se truncaron en 1980, complementando así los análisis que, como se mencionó, enfatizan las continuidades. Permitiría, finalmente, resaltar aquellas características que el movimiento popular va a abandonar como resultado del reajuste represivo de 1979-1980, discutiendo, por ejemplo, con lecturas que plantean la militarización del movimiento contestatario únicamente como un avance o evolución.

El objetivo de este artículo es entonces, explicitar una agenda de investigación que dé cuenta de una perspectiva complementaria sobre la movilización popular de los 70 y la represión a la que se vio sometida, perspectiva que se encuentra presente en una cantidad menor de trabajos pero que puede enriquecer el análisis del fenómeno.

Con este fin, se presentará en primer lugar, los dos campos mayoritarios del debate, algunas ideas y textos vinculados a los mismos y una serie de debates alrededor de nudos conceptuales que ponen de relieve alcances, énfasis y limitaciones de cada campo. Se trata de una serie de supuestos que constituyen nuestra perspectiva y que giran alrededor de tres ideas: a) la violencia estatal analizada de manera diferenciada de la violencia insurgente —frente a conceptos que apuntan a un análisis de conjunto, como “violencia política”—, b) la discusión alrededor de los objetivos de la represión, sosteniendo la idea de que la represión estatal y paraestatal tuvo como blanco la totalidad del conjunto social, no solo los combatientes armados y, c) la vinculación entre la conflictividad social de los 70 y las batallas por el orden económico (no limitadas al ámbito más estrecho político electoral). Finalmente, se presentará una propuesta complementaria, ciertamente no original sino presente en una serie de trabajos, pero quizás no enmarcada como una perspectiva alternativa. Se cree que una estructuración del debate mediante dichas claves puede contribuir a sumar ciertos elementos a un estado del arte de por sí denso y sólido, como es el análisis de la movilización popular de los 70.

Movilizaciones de 1970 como antesala de la guerra civil

Se trata de la perspectiva que enfatiza la continuidad entre estas movilizaciones y el desarrollo militar de las guerrillas, la cual es predominante dentro de la literatura académica sobre esta temática debido a sus aportes sustanciales y altamente valiosos para el conocimiento de una serie de dinámicas claves en la historia reciente salvadoreña. Textos como Cabarrus (1983), Gilly (1981) y Vázquez Olivera (1997) tienen la virtud de iluminar de diversas formas un aspecto fundamental de la movilización de los 70, que es su vinculación con las organizaciones armadas1. Estos autores dan cuenta de la influencia que ejercieron estas organizaciones en el fortalecimiento —y hasta en la creación— de los frentes de masa y la forma en que sus lógicas fueron mutando hacia una total militarización y disposición a la guerra. No se refiere al grupo que constituyen los autores que cuestionan la “capacidad de agencia” de los frentes de masas y/o de los movimientos campesinos (postura de la cual los textos de Grenier, 1999 y Montobbio, 1999 son referencia, entre otros).2 Sino se refiere a aquellas ideas que enfatizan en el componente militar (incuestionablemente presente en la movilización desde inicios de los 70) y del vínculo entre la dinámica represiva y las organizaciones armadas (también indudable).

Este tipo de énfasis ha sido comprensiblemente mayoritario en tanto la historia reciente centroamericana —a diferencia de lo ocurrido en otros países de Latinoamérica— ha estado marcada por fuerzas guerrilleras de significativo desarrollo, poder de fuego y penetración en la población campesina e indígena, rasgos en buena medida inéditos en América Latina. El impacto de estos eventos ha sido significativo, tanto el ámbito académico como en el ámbito político, así como en el sentido común. Es por esta razón que se describe a dichos procesos como guerra (civil) o “conflicto armado interno”, términos que resultan totalmente pertinente para describir la situación de El Salvador durante la década del 80. Sin embargo, como plantea Pirker (2017):

El impacto de la guerra civil (...) tiende a hacer olvidar que los años previos no sólo fueron la antesala del conflicto sino también un período de gran influencia social y de expansión de canales de participación popular. No fueron exclusivamente las acciones y los grupos guerrilleros (...) los que agudizaron la crisis política sino también la beligerancia y el protagonismo político de un movimiento popular amplio y diverso que ocupó por la vía del hecho —huelgas, tomas de fábricas, manifestaciones— el lugar protagónico en el escenario político (77).

No resulta entonces suficiente limitar los análisis del período a la comprensión de los aspectos militares como el desarrollo de la lucha armada o los vínculos de las organizaciones de masa de los 70 con las guerrillas. Se torna necesario ponerlos en diálogo con aquellos trabajos que dan cuenta de una dinámica de protesta diversa y variada, propia de la movilización de los 70, la cual se retoma, en parte, avanzada la guerra civil, especialmente con la incorporación de activistas sociales a las filas de la guerrilla o el surgimiento de un nuevo sujeto revolucionario que incorpora habilidades de ambas figuras (Gilly, 1981).3 Pero se trata de una dinámica que presenta también, elementos que deben ser definitivamente abandonados cuando el contexto se modifique (Almeida, 2011). Se propone entonces recuperar el análisis de la figura del militante popular —gravitante desde fines de los 60—, más allá de la centralidad que adquiere —desde 1981— el combatiente asentado en las zonas rurales. Esto implica, además, una forma de confrontar con la justificación de los propios militares, quienes aseguraban estar combatiendo un “enemigo interno” cuya peligrosidad radicaba en el uso de armas y su ideología extremista (Molinari, 2016 a).4

El énfasis en la cuestión militar o el desarrollo del poder de fuego del “enemigo”, por sobre el análisis de los otros recursos que se dio en la movilización popular —especialmente en el plano legal—, ha sido una de las estrategias presente en la justificación de la represión de los propios militares (Molinari, 2016 b y 2017).

Esta caracterización del “enemigo interno”, acotada al combatiente armado de ideología comunista, resulta problemática si tenemos en cuenta que, en primer lugar, el desarrollo doctrinario del período, difundido como Doctrina de Seguridad Nacional, es ambiguo y abierto en la definición de dicha figura.5 Los oficiales latinoamericanos ensayaron formas originales y propias de concebir al “enemigo interno”, y lo caracterizaron en base sus propias historias y los desafíos a los que se enfrentaban en sus territorios.

La forma en que en cada país se aplicó dicha doctrina difiere notablemente (Besso Pianetto, 2006) desde el momento en que el énfasis de los principales difusores de la teoría de contrainsurgencia (Francia y Estados Unidos) no se ajustaba necesariamente a la realidad latinoamericana ni al interés de los oficiales de la región. Así, mientras Estados Unidos estaba preocupado por la “guerra total” y Francia embarcado en la guerra contra el comunismo en sus colonias, los oficiales latinoamericanos centraron su enfoque en el combate de la “subversión interna” y la “guerra revolucionaria”, dado que se vieron enfrentados, en plena Guerra Fría, a potentes movimientos sociales ligados a la clase obrera. De ahí la percepción de la agitación obrera como una de las principales amenazas a la seguridad nacional (Ansaldi y Giordano, 2012). En ese sentido, las relecturas que los militares latinoamericanos hicieron de la Doctrina de Seguridad Nacional daban cuenta de un “enemigo” que excedía en mucho al combatiente armado (Jemio, 2021; Chávez, 2017) e incluía, como blanco fundamental de la represión y el terror, a la población en su conjunto (Feierstein, 2007; Vázquez, 2023; Menjívar, 2007).6

La consideración de la población civil como parte fundamental de la guerra constituye una novedad que introduce la doctrina contrainsurgente de la mano de los asesores militares franceses. Los franceses, com lectores atentos de Mao Tse-Tung, retomaban los planteos del líder chino quien aseguraba que en este nuevo tipo de guerra “la población era como el agua y el ejército [revolucionario] era como el pez (…) ¿Cómo no podría sobrevivir el pez si se sumerge en el agua? Pero si el agua se retira o se agota, entonces el pez no escapa a la muerte” (Citado en Mazzei, 2002, p.123). La población, en tanto proveedora de alimentos, medicamentos, refugio e información a las guerrillas, deviene apoyo fundamental de dichas organizaciones armadas y —en el marco de la doctrina de contrainsurgencia— el “terreno” por el cual se lucha, siendo su “conquista” un medio indispensable para ganar la guerra de contrainsurgencia (Mazzei, 2002).

Mazzei plantea en ese sentido, en su análisis del impacto de la doctrina francesa para el caso argentino, que estas consideraciones impactaron decididamente en la estrategia represiva a desarrollar, en tanto determinaron que “[en la lucha contrarevolucionaria] toda diferencia entre beligerantes y población civil desaparece. La población, en su totalidad, se transforma en sospechosa, en enemigo potencial, prefigurándose así el concepto de ‘enemigo interno’ que se extenderá a toda actividad opositora” (Mazzei, 2002, pp.123-124).

La caracterización del enemigo interno acotada a la cuestión armada resulta además problemática debido a la fluidez que tenía el recurso de la lucha armada en El Salvador. Autores como Pirker plantean que el uso político de las armas no constituía el “punto cero” de la militancia, sino un momento dentro de un continuum. En términos de Tilly, se trata de un recurso del que los militantes muchas veces echaron mano como respuesta a la intensificación de la represión, y no al revés (Pirker, 2017). En el caso, por ejemplo, de los líderes campesinos provenientes de la dirigencia de las organizaciones sindicales del ámbito rural, estos se “transformaron en insurgentes” mientras desarrollaban diversas estrategias de autodefensa como respuesta a la intensificación del terror estatal contra sus comunidades. Es decir, se sumaron a las organizaciones armadas para defender sus comunidades de las que ya eran líderes, ante un cambio en el escenario político que aumentó los riesgos de la militancia, y no por una motivación ideológica radical anticapitalista y externa (Chávez, 2017).

En esa línea, las investigaciones anteriores permiten dar cuenta de saltos cualitativos en la estrategia represiva (como la incorporación de elementos propios de la moderna estrategia contrainsurgente de cuño norteamericana) con anterioridad al desarrollo del poder de fuego de las guerrillas. Un análisis minucioso de diarios y documentos sobre la movilización y la represión en los 60 permite ver cómo, al haber incorporado elementos contrainsurgentes en la estrategia represiva estatal, el Estado salvadoreño no utilizó los mismos contra las incipientes (y aún muy débiles) guerrillas —como el Frente Unido de Acción Revolucionaria (FUAR)— que comenzaron sus primeras acciones bajo el paradigma foquista a inicios de los 60. El Estado empleó en cambio las nuevas técnicas contrainsurgentes contra referentes sindicales que habían impulsado una ola de protesta inédita entre 1967-1972 (Molinari, 2016a).7

En términos más generales y de diferentes formas, esta idea de que “la contrainsurgencia antecede a la insurgencia”8 es planteada para Centroamérica en los trabajos de Kantor (1969), McClintock (1985) y Torres (2011). En palabras de este último:

(…) los regímenes militares agregaron a su poder rasgos terroristas aún antes que los conflictos sociales se convirtieran en movimientos armados. La amenaza popular fue posterior a la defensa anticipada del orden. Las protestas legales y pacíficas en estos países no fueron toleradas; el uso de la fuerza cambió de pretexto con la definición que el anticomunismo propuso para identificar al rival enemigo, el subversivo aliado indistintamente de La Habana o Moscú (Torres, 2011, p.226).

No dar cuenta de la peligrosidad que, a ojos de la Fuerza Armada salvadoreña, representaba la potente movilización popular de los 70 (en su particularidad, y más allá de la innegable influencia que ejercieron sobre esta, referentes de las organizaciones armadas), ha tendido a considerar a las víctimas “civiles” como “daños colaterales” o errores y “excesos” en la represión, lo que oculta el carácter masivo y sistemático de los crímenes cometidos contra la población en su conjunto9. La represión extendida, lejos de ser un accionar no buscado o excepcional, constituyó una estrategia central de disciplinamiento y contención de la irrupción masiva de los sectores populares en la escena política. El análisis de la movilización en los inicios de los 70 y la represión desatada contra esta, especialmente contra el gremio docente ANDES (Molinari, 2016a), hace inteligible el hecho de que realmente estas movilizaciones socavaron seriamente el tradicional poder de base del régimen autoritario y constituyeron un desafío al estrecho régimen oligárquico, pese a que en extendidos períodos sostuvieron demandas reformistas con métodos no violentos (Almeida, 2011).

En ese sentido, no reparar en la peligrosidad que en su particularidad representó esta movilización para el régimen de poder al que se enfrentó, puede llevar a considerar a las estrategias de oposición no armada como “irrelevante” y a su represión como “irracional”. Esto abona una mirada, muy común en el debate en Centroamérica, que tiende a explicar la represión estatal únicamente por el accionar guerrillero. Es decir, si se sostiene que el único enemigo “real” era la guerrilla, la represión estatal se explica únicamente por el accionar guerrillero. Esta relación puede verse en afirmaciones como:

Cada acción [de las guerrillas] apuntalaba los niveles de represión por parte del aparato estatal y de los grupos paramilitares de ORDEN persiguiendo no solamente a los grupos guerrilleros clandestinos y escurridizos sino también de manera escalada a diversas organizaciones sociales identificadas como oposición al régimen (Sprenkels y Melara, 2017, p.89).

En el extremo, esto deriva en la afirmación de que la guerrilla “provocó” a las fuerzas armadas o que la represión desatada sobre el conjunto social “es culpa” de la guerrilla. De ahí, afirmaciones como las siguientes:

Dado que [la “teología de la contrarrevolución moldeada por d’Aubuisson”] fue en gran parte una respuesta a la percepción de la de la ‘amenaza comunista’, insuflada por acciones violentas de las ‘guerrillas urbanas’, uno puede sugerir que las pasiones dominantes y generales de la izquierda tuvieron un impacto mal entendido en la derecha, creando, de un modo perverso, círculo de insurgencia-contrainsurgencia del que ambos fueron prisioneros. Esto no quiere decir que los insurgentes son lógica y moralmente responsables de la contrainsurgencia. (…) Pero parece claro que esa forma de contrainsurgencia fue en buena parte el resultado de este tipo de insurgencia (Grenier, 1999, pp.160-161).

Pese a que un debate abierto y crítico de la estrategia y accionar del FMLN durante la guerra es impostergable, lecturas rápidas de afirmaciones como la citada sustentan un análisis en donde se identifica al “enemigo”, al blanco de la represión, solo con el combatiente armado (los no combatientes muertos serían solo “excesos”), o donde se considera que el inicio de la conflictividad lo marca el surgimiento de las guerrillas (la movilización previa sería “intrascendente” o “no explicaría” la represión).

En ese sentido, se propone una serie diferente de premisas también de índole teórico-metodológica. No porque las antes mencionadas sean necesariamente erróneas, pero sí porque rastrear opciones alternativas permite evidenciar elementos muchas veces invisibilizados.

En primer lugar, discutiendo con conceptos de uso extendido, como “violencia política”, se propone distinguir y diferenciar la violencia estatal de la violencia insurgente. Se sostiene que su análisis no puede ser conjunto, “en espejo”. Cabe reforzar que no se está sosteniendo que la violencia insurgente no requiera análisis —inclusive uno muy crítico—, sino que, desde la perspectiva de este ensayo, es fundamental no analizarlos “en paralelo”, de “manera análoga”, ya que presentan temporalidades, sujetos y objetivos diferentes.

El concepto de “violencia política” presenta un uso extendido y hegemónico para analizar la historia reciente latinoamericana, dando cuenta de los procesos de creciente radicalización popular y auge de la represión estatal y paraestatal en las décadas de 1960 y 197010. Este término es definido por González Calleja como el:

… uso consciente, aunque no siempre deliberado o premeditado, o la amenaza del uso de la fuerza física por parte de individuos, instituciones, entidades, grupos o partidos que buscan el control de los espacios de poder político la manipulación de las decisiones en todas o parte de las instancias de gobierno y, en última instancia, la conquista la conservación o la reforma del estado (González citado en Águila, 2014, p, 51).

Como plantea Águila, esta definición es más precisa que el término “represión”, en tanto da cuenta del tipo de objetivo de dicha violencia (objetivo de tipo político) distinguiéndola de la violencia estatal contra el crimen común. Sin embargo, el concepto de violencia política presenta el problema de no diferenciar el tipo de actores que la llevan adelante (Estado u otros grupos), siendo bajo ese concepto homologadas muy diferentes tipos de violencia, como la violencia insurgente, la violencia revolucionaria o la violencia estatal, entre otras posibles. El término “violencia política” no solo engloba actores con funciones y responsabilidades “legalmente” diversas, sino que además iguala acciones cuya naturaleza e impacto son “cualitativamente” diferentes. Feierstein (2019) explicita cómo el término “violencia política” en muchos casos termina igualando:

… acciones tan distintas como luchas de calles, tomas de fábricas, huelgas, asaltos a cuarteles o bancos, ataques a miembros de las fuerzas de seguridad en el ejercicio de su función frente a, en el caso de las violencias del Estado, un sistema de campos de concentración con el que se cuadricula el territorio y por el que circula población secuestrada clandestinamente de sus hogares o lugares de trabajo, sometida a torturas, asesinada, a lo que se suma el robo y adulteración de la identidad de sus hijos (Feierstein, 2019, p. 4)11.

En ese sentido, se ha sostenido en trabajos anteriores que analizar la violencia estatal en su especificidad implica también cuestionar la propia justificación de los perpetradores que la ubica como posterior (o respuesta a) la violencia insurgente. Esto queda puesto en duda en los casos argentino y uruguayo —donde las guerrillas fueron fatalmente golpeadas con anterioridad al golpe de estado— y el caso chileno —donde las guerrillas se encontraban inactivas militarmente cuando el golpe tiene lugar—. En ese sentido, los casos centroamericanos, como Guatemala, El Salvador y Nicaragua, donde las guerrillas surgen en el propio contexto de gobiernos dictatoriales o militares, es decir, con posterioridad a la instalación de estos regímenes, también cuestionan dichas lógicas de causalidad que consideran a las dictaduras una mera “respuesta” o “reacción” a las guerrillas. A este análisis meramente cronológico pueden sumarse otros más complejos, como el análisis sobre cuáles de estas guerrillas tenían efectivamente el poder de fuego suficiente como para constituir una verdadera amenaza al orden social vigente. Caso paradigmático en ese sentido es la aislada y débil guerrilla brasilera, que contrasta con la prolongada dictadura que se da en dicho país (entre 1964 y 1985) (Feierstein y Molinari, 2023).

A través de este tipo de miradas, se buscó confrontar con aquellas perspectivas que relacionan directamente la emergencia de las dictaduras inspiradas en la Doctrina de Seguridad Nacional con el surgimiento de organizaciones armadas (Fraga, 1988). De allí deriva la calificación de gran parte de estos procesos como “guerra” (contrainsurgente, sucia, etc.), calificación que implica la invisibilización de aquellos efectos más amplios y prolongados en el tiempo que el “hecho armado” (como lo denomina Marín, 2007). Así, este tipo de calificaciones, aunque pertinente para El Salvador de los 80, da cuenta, a nuestro juicio, de manera incompleta de cuáles eran los objetivos políticos de la represión estatal en la década anterior, quiénes fueron el blanco de las prácticas represivas en el largo plazo y, por consiguiente, cuáles son las consecuencias de estos procesos y qué grupos las sufrieron (Molinari, 2021).

En ese sentido, será central el recorrido que propone Feierstein para analizar ciertos crímenes de Estado prestando atención a los “efectos” de los mismos. Entre dichos efectos destaca la destrucción de las relaciones sociales de autonomía y cooperación de una sociedad para la imposición de nuevos —y más dóciles— vínculos (Feierstein, 2007). Esta definición corresponde a lo que él denomina “práctica social genocida”, pero, más allá de que este concepto sea pertinente o no para comprender la historia reciente salvadoreña12, interesa el énfasis que el autor destaca en los efectos del aniquilamiento sobre la “totalidad del grupo social”, efectos que deben distinguirse de las consecuencias que estas prácticas tienen sobre los grupos más estrechos que optan por oponerse al poder hegemónico a través de las armas. Otros autores hablan de los efectos sobre “la esfera sociopolítica, psicosocial y cultural” de la “opción genocida”, lo que da cuenta del mismo tipo de impacto amplio sobre el conjunto social y no meramente sobre las organizaciones armadas13.

En ese sentido, prestar atención a la dinámica de la represión estatal sobre el “conjunto social” echa luz sobre aspectos invisibilizados por el énfasis en lucha armada en, al menos, tres aspectos: el objetivo o meta, el blanco de la represión estatal y la funcionalidad de la difusión del terror.

En primer lugar, en lo que hace al blanco de la represión estatal y paraestatal, aquellas perspectivas que dan cuenta de los efectos de la misma sobre la totalidad del conjunto social permite desenmascarar, como se planteó anteriormente, la argumentación de los propios perpetradores quienes justificaban su accionar afirmando que buscaban “acabar con la guerrilla”, pero cuyo blanco de la represión fue mayormente población no combatiente (por ejemplo, el caso de niños y ancianos como resultado de las numerosas masacres en las zonas rurales).

También permite en lo relativo al objetivo de la represión estatal y paraestatal, evidenciar el hecho de que dicha represión no se inició como respuesta al desarrollo del poder de fuego de las guerrillas, ni concluyó con el fin de la Guerra Civil. Se trató en cambio de un elemento fundamental de una estrategia más amplia tendiente a la reconstrucción del orden social y la eliminación definitiva de cualquier obstáculo al mismo.

Por último, se plantea que análisis más amplios de la represión estatal y paraestatal —que tengan en cuenta el conjunto social y la forma en que la movilización masiva planteó un desafío profundo al statu quo— permiten ver los efectos, la funcionalidad del terror. Erigido por la Doctrina de Seguridad Nacional como herramienta política para actuar sobre la población en su conjunto, el terror impactó sobre los lazos sociales y políticos, al limitar la capacidad de movilización masiva y en el espacio público, así como la amplitud/heterogeneidad ideológica que caracterizaron a la movilización de los 70.

Movilizaciones de 1970 como antesala de la democracia

Los trabajos alineados en esta perspectiva destacan especialmente aquellos elementos presentes en la movilización de los 70 que se insertan más fluidamente en la transición democrática iniciada en los 80 y la apertura del juego político electoral de los 90. En ese sentido, trabajos como Almeida (2011) describen en detalle, tras un valioso trabajo documental, la movilización popular de fines de los 70 —entendida como una de las “olas de movilización” del siglo XX—. En una mirada de largo plazo, esta ola de movilización es ubicada como el inicio de la democratización política que culminó con la integración de la izquierda a las instituciones representativas. También es vinculada con el surgimiento de una nueva “infraestructura organizacional” que sostuvo la movilización social de la década de 1990 (Almeida, 2011)14.

Se considera que es esta una perspectiva fundamental, ya que clarifica sobre un proceso complejo que incluye la reconversión de la izquierda y la extrema derecha en partidos políticos y su participación en elecciones, lo que presenta pocos antecedentes en América Latina, fuera de Centroamérica. Además, el trabajo de Almeida da cuenta de qué manera el auge de la represión estatal generó cambios en las estrategias, organización e identidad del movimiento de oposición, lo cual, como se sostuvo, es clave para confrontar con la justificación de la represión estatal, en tanto respuesta lógica a la “amenaza armada”. Como resultado de un salto cualitativo y cuantitativo en la represión estatal, Almeida muestra cómo surgió un campo mucho más radical de organizaciones contestatarias interconectadas y preparadas para confrontar el régimen represivo. Esto se debe tanto al crecimiento de los riesgos que implicó desde fines de los 70, la militancia popular, como al aprovechamiento de oportunidades políticas por parte de la dirigencia de las organizaciones armadas.

Sin embargo, la continuidad que traza Almeida entre las luchas de los 70 y las posteriores (por ejemplo, las de la década de 1990 contra ciertas privatizaciones) y el énfasis que realiza en las prácticas democráticas que se profundizan entre una y otra “ola de movilización”, tiende a invisibilizar la “capacidad subversiva” o los aspectos radicalizados de la movilización popular de los 70, elementos que van a desaparecer con el salto represivo de 1980-1983. Según Pirker (2017), este tipo de análisis “[tiende] a omitir las promesas de justicia social y cambio radical de las relaciones de poder presentes en el proyecto revolucionario, y que explican la atracción que dicho proyecto existía sobre un segmento de la población centroamericana” (p. 38) Y agrega: “Estas promesas fueron silenciadas por medio del terrorismo de estado” (p. 38)15.

Se reitera que, como los anteriores, se trata de un valioso trabajo, no solo por la magnitud del corpus documental sobre el que se asienta, sino también por la construcción de datos y la perspectiva de largo plazo que dicho corpus habilita. En ese sentido, se propuso plantear miradas complementarias más que confrontativas.

Uno de los elementos que pueden abonar dichas miradas complementarias es “anudar” la conflictividad de los 70 a las batallas “estructurales”, por el reordenamiento económico, y no a luchas por la dimensión política o político electoral entendidas separadamente. Se observó que el énfasis en el aspecto político concebido autónomamente traza una linealidad para pensar la reestructuración política que tuvo lugar en El Salvador ubicándola entre 1979 (primer impulso a las reformas políticas aperturistas) y el año 1992 (inclusión del FMLN en el proceso electoral)16. Si bien, se trata, como se mencionó, de un proceso que es necesario analizar detalladamente, se cree que analizarlo de manera desvinculada de los aspectos político-económicos lleva a una teleología o sendero lineal y acumulativo que invisibiliza ciertos puntos de quiebre. En ese sentido, se contribuye a una perspectiva que dé cuenta de aquellos procesos que determinaron que las luchas por los cambios en el orden económico devinieran en una batalla limitada al ámbito político electoral. Se adelanta en este punto que se sostiene que una clave para pensar este cambio de carácter se encuentra en la brutal represión que tuvo lugar particularmente en el año 1980.

En Argentina, quien alerta sobre la vinculación fuerte entre la insurgencia y el ordenamiento económico, es un grupo de investigadores que desarrollaron —desde la Sociología— una lectura marxista del genocidio argentino (Marín, 2007; Izaguirre, 2009). Sus trabajos demostraron que lo “peligroso” de la subversión argentina era su condición de clase, su impugnación al modelo económico. Al discutir fuertemente con la llamada “teoría de los dos demonios”17, estos autores plantearon que el enfrentamiento fundamental no se produjo en Argentina entre las fuerzas armadas y la guerrilla (entendidos ambos como fuerzas militares equivalentes) sino entre las “clases dominantes” y el “campo popular” (amplio y diverso). Plantearon así una división clasista y no “militar” de la sociedad, corriendo el eje del conflicto al sostener que los objetivos de la represión (del genocidio, en su caso) eran más amplios que la mera eliminación de la guerrilla. El genocidio en Argentina, según Marín e Izaguirre, apuntaba a lograr la reconversión del modelo de acumulación y la eliminación de cualquier obstáculo al mismo. Asimismo, otras lecturas (economicistas no marxistas) del genocidio en Argentina analizaron el enriquecimiento de la elite y la reformulación del modelo económico posdictadura (Azpiazu et al., 1988).

Pese a las profundas diferencias que pueden encontrarse entre los casos salvadoreño y argentino, estos análisis reforzaron una perspectiva que entiende la funcionalidad del genocidio como un freno al proceso de distribución progresiva de ganancias iniciado en los 40 en muchos países de América Latina.

Para el caso de El Salvador, si el “sesgo politicista” o el énfasis en la dimensión política/político electoral concebida autónomamente permite marcar un arco temporal que va desde 1979 hasta 1992, miradas más amplias, como las mencionadas, atentas a la dimensión político económica/estructural implicaría recortar un período más amplio: el período que se inicia con el cuestionamiento masivo al orden económico (hacia mediados de los 60) y que se cierra con la consolidación del neoliberalismo (proceso que tuvo lugar especialmente durante las presidencias del partido de derecha ARENA, entre 1989 y 2009)18.

Mientras la primera periodización (1979-1992) concluye “exitosamente” con la inclusión político electoral de la oposición —participación en elecciones del FMLN o con el desarrollo de “infraestructuras organizacionales” que logran encontrar el espacio para participar del debate político a través de métodos no violentos—, en la segunda periodización (1960-1990) el “campo popular” es, vía represión y terror, excluido de las discusiones: cuando a través de sus referentes se inserta en el escenario político “democrático”, las principales discusiones relativas al ordenamiento económico ya están saldadas a favor de un modelo excluyente. Efectivamente, en trabajos que desarrollan una mirada de largo y mediano plazo sobre las demandas de la movilización popular salvadoreña entre los 70 y las décadas siguientes, puede verse claramente como, desplegadas una serie de medidas que fueron dando forma al carácter neoliberal del Estado en El Salvador en los 80, la discusión se trasladó luego al alcance del desguazamiento del Estado y no sobre la posibilidad de este proceso en sí19.

Linealidad o quiebre: una agenda de investigación

Frente al análisis de la movilización de los 70 en tanto “antesala” o “punto cero” de un proceso que se consolidaría una o dos décadas después, se ha intentado marcar tres elementos que iluminan dimensiones interesantes de analizar.

Se trata, como se mencionó, de la mirada centrada en la violencia estatal (distinguida de la violencia insurgente), los efectos de la represión sobre la totalidad del conjunto social (no solo sobre las organizaciones armadas) y la implicancia de la movilización de los 70 en las batallas del orden económico/estructural (no meramente político/político electoral). Estos tres elementos permiten pensar —más que en un proceso acumulativo— en una periodización que —como se adelantó— presenta un punto de quiebre con la represión desplegada en el año 198020.

Se trata efectivamente del año con mayor cantidad de víctimas previo a la unificación de las guerrillas, el año más “letal” de la “persecución violenta” en El Salvador, que concentra alrededor del 40% de las muertes de la década. A esto se llegó de manera diferenciada en el campo y la ciudad. En las zonas urbanas, se observó en ese año el inicio de la operatoria entrelazada y complementaria de escuadrones de la muerte y cuerpos de seguridad. En la misma línea, también en el ámbito urbano, se dio la ampliación de la técnica de la desaparición forzada (Sprenkels y Melara, 2017), con la consecuente difusión del terror en el cuerpo social. Este tipo de recursos, tal como expresan los militares en sus propios manuales, por ejemplo, los argentinos buscaban colaborar directamente en la difusión del terror y la consecuente paralización política (Ejército Argentino, 1968). Hechos como el asesinato de Monseñor Romero y los asesinatos en su funeral en marzo de 1980, así como el asesinato de seis de los máximos dirigentes del Frente Democrático Revolucionario (frente político vinculado al FMLN) en noviembre del mismo año, constituyeron hitos de una progresión que en su conjunto logró “vaciar las calles” de colectivos de trabajadores y estudiantes (Menjívar Ochoa, 2007). En lo que respecta al ámbito rural salvadoreño, en el año 1980 la represión se caracterizó por el inicio e incremento progresivo de las masacres. Entre 1981 y 1984, operaciones militares desarrolladas por las fuerzas armadas en áreas de control de la guerrilla derivaron en grandes masacres de población no combatiente. Se cuentan por decenas los eventos de este tipo que implicaron entre 50 y 300 víctimas, así como por centenares las matanzas de dimensiones menores (Sprenkels y Melara, 2017; Vázquez, 2023; Naciones Unidas, 1992).

El año 1980 también muestra un claro incremento de la cantidad de homicidios atribuidos al Estado y paramilitares. También las desapariciones y arrestos por año presentan un salto exponencial en 1980. Instituciones como Socorro Jurídico Cristiano documentaron, además, una multiplicación de los casos de desapariciones entre 1977 y 1980 (Almeida, 2011). El año 1980 presenta un pico represivo y una inmediata caída en la cantidad de participantes en las protestas en el primer trimestre. Paralelamente, muestra un salto exponencial en mayo en la cifra de muertes de civiles (Almeida, 2011).

Una periodización como esta, que marca un punto de quiebre claro en 1980, tiende a mostrar que, pese a que la violencia extrema se sostuvo en niveles elevados los años subsiguientes, en el año 1980, en particular, se presentaron una serie de objetivos alcanzados que es necesario analizar aisladamente. Es sobre el escenario que resulta de la represión del año 1980 (y se arriesga a decir, como consecuencia del mismo) que se darán saltos sustanciales como el inicio formal de la guerra civil, el traslado del escenario principal de los enfrentamientos de la ciudad al campo y la militarización del conflicto. Por esa razón, es que se resalta esta idea de quiebre, de “parteaguas” y cambio de lógica del año 1980, y se enfatiza en la necesidad de observar la particularidad de sus efectos. De diferentes formas, este quiebre ha sido mostrado por diferentes investigadores en, al menos, dos aspectos: la forma que asume la actuación política de la oposición y su capacidad de incidencia en los debates fundamentales y las reformas en marcha.

En cuanto a la forma que adopta la actuación política de la oposición, una primera lectura de la bibliografía específica permite enumerar marcados cambios en la capacidad de la movilización popular, los cuales inician en 1980. Numerosos trabajos muestran como la actuación política de la oposición —por decirlo ampliamente— deviene de “abierta” y “popular” a clandestina, compartimentada y conspirativa: los espacios de sociabilidad donde se desarrollaba el activismo fueron destruidos y las zonas rurales donde la guerrilla tenía fuerte presencia fueron desarticuladas o se militarizaron (Pirker, 2017, es la más clara al respecto). Pasa también de desplegarse en el espacio público, a restringirse a “zonas controladas”. Esto se ve en el hecho de que el ataque a las bases urbanas —profundizado en 1980— neutraliza la habilidad de las organizaciones de trasladar la conflictividad política del espacio laboral al espacio público, y de las comunidades campesinas al espacio urbano.

Otro de los cambios perceptibles en la actuación política del campo popular es que esta pasa de ser articuladora y diversa a ser doctrinaria e ideológicamente más homogénea. También pasa de centrarse en un fuerte trabajo político a concentrarse —lógicamente, en el contexto de una Guerra Civil— en profundizar la capacidad militar (Pearce, 1986; Menjívar, 2007; Pirker, 2017). Para el tercer trimestre de 1980, las modalidades abiertas y no violentas de beligerancia social se estaban volviendo demasiado peligrosas, mientras que el nivel de acciones armadas incrementaba (Almeida, 2011).

Numerosos trabajos dan cuenta de la forma en que la represión generó el alistamiento masivo de activistas sociales en las filas de las guerrillas (Chávez, 2017; Menjívar, 2007; Pirker, 2017). Según un militante del período:

[Los cuadros políticos militares] no se sembraron en el barrio sino que se sacaron del barrio. Había mucha credibilidad hacia ellos. Armaba sus unidades y ya controlaban el barrio. Pero luego fueron perseguidos y no pudieron soportar esa presión. Al final la represión era tan fuerte que era más seguro estar en un frente o irse fuera de su casa (citado en Menjívar, 2007, pp. 322-323).

Sintetizando varios de estos elementos, Menjívar (2007) plantea que el FMLN “se consolidó” especialmente los dos años posteriores, a expensas del movimiento de masas.

Todo se había puesto en función de la ofensiva las estructuras habían militarizado y su lógica era ahora vertical no participativa como resulta necesario para formas de lucha esencialmente flexibles como las de tipo político sindical estudiantil y en general y por definición civil (Menjívar, 2007, p.70)21.

Uno de los resultados de este cambio de dinámicas, que ocurre en paralelo al fortalecimiento del poder fuego de las guerrillas, es el desplazamiento de la oposición de la discusión política profunda al plano meramente militar (con menor capacidad de incidencia en el plano político económico)22. Tal como plantea Vázquez (1997): “De modo paradójico, en la misma medida que las fuerzas revolucionarias incrementaron su poderío militar, las perspectivas de alcanzar el triunfo y consolidar exitosamente un sistema político alternativo se fueron esfumando” (p.222).

El terror operó radicalizando el escenario político y bloqueando la posibilidad de implementar la salida institucional promovida por los sectores progresistas. Es decir, mientras la insurgencia se fortalecía militarmente, la posibilidad de incidir políticamente se debilitaba23.

Se plantea entonces, como un objetivo importante en esta agenda de investigación que se busca establecer la pregunta sobre en qué medida la represión del año 1980 colaboró en estas modificaciones.

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  1. 1 Se explican estos textos en tanto constituyen valiosos trabajos que han nutrido tanto este escrito como nuestras investigaciones anteriores. Para un panorama exhaustivo véase Martín Álvarez y Sprenkels (2014).

  1. 2 Dicha discusión se la conoce como el debate alrededor del “agente externo”. La misma divide a aquellos autores que consideran que ciertos movimientos, como el campesino, precisaron de un “agente externo”, un “excitante foráneo” que impulse y dirija la movilización; de aquellos autores que apuntan a restablecer la capacidad de agencia de los movimientos de base, las propias iniciativas, la capacidad de incidir, condicionar o rechazar las decisiones de las dirigencias, las elites o la cúpula guerrillera. Para una presentación de dicho debate, véase: Arriola (2019b, p. 69 y 70), Chávez (2017, p. 9), Grenier (1999), entre otros.

  1. 3 En planteos como los Arriola (2019 b), por ejemplo, se puede ver una mirada que va más allá de las capacidades militares desarrolladas por las guerrillas (y, muchas veces, trasladadas a sus frentes de masas vinculados) y presta atención a las particularidades que los propios movimientos campesinos desarrollaron autónomamente, presentando sus análisis una pregunta constante por la “capacidad de agencia” de los líderes campesinos. Este autor vincula, por ejemplo, el arraigo de base de los líderes campesinos con el aprovechamiento de las redes locales de la iglesia católica y el crecimiento territorial del movimiento campesino con la puesta en práctica de estrategias propias de la actividad laboral tradicional campesina, como el traslado de trabajadores rurales en tiempos de cosecha.

  1. 4 Los primeros desarrollos de esto pueden seguirse en Monge (1964) y Rivera (1965). Una interesante confrontación con estas posturas puede verse en Chávez (2017). El autor describe cómo activistas, oponentes políticos, curas católicos, docentes, comunidad universitaria y toda forma de movilización que enfrentara los intereses políticos y económicos de la élite y el régimen autoritario, era subsumida bajo las categorías de “subversión comunista” o “terrorismo” a los fines de legitimar su represión (Chávez, 2017).

  1. 5 Leal Buitrago (2003) describe como la figura del “enemigo interno” sustituye al “enemigo externo”, tradicional adversario de las fuerzas armadas en su función convencional. La doctrina de seguridad nacional señaló como principal enemigo al “comunismo internacional”, con epicentro en la Unión Soviética y representación regional en Cuba. Mientras era responsabilidad de Estados Unidos combatir a esos países, los Estados latinoamericanos debían enfrentar al enemigo interno, materializado en supuestos “agentes locales” del comunismo. Además de las guerrillas, el enemigo interno podía ser cualquier persona, grupo o institución nacional que tuviera ideas opuestas a las de los gobiernos militares.

  1. 6 En ese sentido, vale dejar planteado aquí —aunque no sea posible desarrollarlo en profundidad— las fuertes coincidencias a las que llegan análisis de distintos casos de procesos represivos latinoamericanos: trabajos como el de Chávez (2017) (para el caso salvadoreño) o Marín (2007) e Izaguirre (2009) (para el caso argentino) dan cuenta cómo, en un momento anterior al auge de la represión (genocidio o estallido de la guerra civil, respectivamente), el blanco de dicha represión estatal fueron los llamados “articuladores” entre las bases y las cúpulas de las organizaciones políticas militares (Marín, 2007) o quienes llevaban adelante un liderazgo crítico y roles organizacionales dentro de los movimientos (Chávez, 2017).

  1. 7 La estrategia represiva del gobierno salvadoreño frente a sucesos como la instalación y la detonación de bombas o la existencia de “casas operativas” de FUAR fue moderada y mayormente dentro del marco legal existente. Así, métodos no violentos, como las deportaciones selectivas y los arrestos preventivos, se combinaron con la aplicación de la llamada “ley antisubversión” que permitió perseguir con penas de hasta 7 años de cárcel a personas que intentaron distribuir “propaganda castrista” o que instalaron una casa operativa de FUAR (Molinari, 2016a). Contrasta esta respuesta con el tratamiento que recibieron los docentes pocos años después, tras las medidas de 1968 y 1971. La líder docente, Mélida Anaya Montes relató: “(…) represión y terror contra todo movimiento popular (ANDES, estudiantes y obreros que apoyan). Capturas, torturas y palizas (incontables casos). Atropello y violaciones a las garantías individuales. Allanamientos y ametrallamiento de casas y locales. Terror psicológico y montaje amañado de ‘juicios’ contra grupos de personas (caso Regalado Dueñas). Asesinato de líderes” Y agrega: “Uso de unidades antimotines sin haber motines. Uso de gases, palos y balas para romper huelgas pacíficas. Las manifestaciones pacíficas de sectores combativos no son consideradas como expresión cívica sino encuadradas dentro de un marco de guerra insurgente y son disueltas e incluso ametralladas” (Anaya, 1972, pp.189-190).

  1. 8 Feierstein lo plantea provocativamente de esta forma, y se menciona no porque temporalmente sea exacto, sino para llamar la atención sobre cuál es el blanco de la contrainsurgencia (se cree no limitado al combatiente armado, que aparece después) y qué se entiende por insurgencia (se sostiene no limitado a la lucha en el plano militar).

  1. 9 Se conoce como “teoría de los excesos” a una de las estrategias de la justificación que hicieron los militares argentinos sobre la desaparición forzada de personas. Se sostenía que las desapariciones se debían a “un exceso de la represión de las fuerzas del orden”. Se buscaba con ello dar una respuesta pública a ciertos casos con transcendencia para evitar posibles sanciones políticas o económicas desde el exterior. La “teoría de los excesos” tenía además la virtud de desplazar la responsabilidad de algunas desapariciones a grupos operativos de rango medio “fuera del control” y apelando a una figura contemplada en el Código de Justicia Militar que castigaba al subalterno si se “excedía” en el cumplimiento de una orden. Desmontando la idea de las desapariciones como acciones excepcionales, “no deseadas ni buscadas producto de la guerra sucia impuesta por el enemigo”, la investigación de la CONADEP, con casi 9000 casos, y el juicio a las Juntas Militares con más de 800 testimonios evidenciaron la masividad y la sistematicidad del crimen de desaparición forzada durante la dictadura (Salvi, 2016, p. 111).

  1. 10 Para un balance crítico y exhaustivo de los distintos abordajes de la violencia en la historia reciente latinoamericana, véase Ansaldi y Giordano (2014).

  1. 11 Para un análisis específico sobre las distintas posturas alrededor de los conceptos de “violencia política”, “terrorismo de estado” y “genocidio”, véase los textos de Salvi, 2016; Feierstein, 2019; Franco, 2018 y Alonso, 2013.

  1. 12 Se pueden ver usos del concepto de genocidio para calificar la historia reciente salvadoreña en González (1980) y Tribunal Permanente de los Pueblos (1981), citados en Vázquez Olivera (2023), trabajo que además incluye una novedosa lectura al respecto. El desarrollo de una lectura sociológica de la figura penal de genocidio y su pertinencia para los casos latinoamericanos puede rastrearse en Feierstein y Molinari (2023).

  1. 13 “Guerra de exterminio contra activistas sociales, progresistas católicos, oponentes políticos, intelectuales públicos e insurgentes (…) La opción genocida llevada adelante por la administración de Reagan en El Salvador tuvo reverberaciones devastadoras en la esfera sociopolítica, psicosocial y cultural que aún no han sido del todo abordadas. Sin embargo este terror llevó al país irreversiblemente a una guerra civil de 12 años. Radicalizó aún más la política y la sociedad e imposibilitó la perspectiva de solución institucional a la crisis promovida por sectores progresistas” (Chávez, 2017, pp.195-228, traducción propia).

  1. 14 Pirker (2017) también ubica en esta línea al trabajo de Wood (2003).

  1. 15 Véase, además, un análisis del “sesgo politicista” y las limitaciones de un análisis generalizador del planteo de Almeida como se citó en Arriola (2019a).

  1. 16 En el caso de Almeida, se trata de un análisis en conjunto de las olas de movilizaciones del siglo XX y XXI —décadas del 20, 70 y 90— en tanto momentos en donde surge una “infraestructura organizacional”, donde la distinción del carácter— subversivo o no, anticapitalista o no— de la misma es un rasgo de importancia menor o relativa.

  1. 17 En Argentina, se conoce como “teoría de los dos demonios” a los discursos que impugnan “en bloque” las violencias de “extrema derecha” y “extrema izquierda” durante la década de 1970 y reservan para la sociedad civil un papel pasivo, desvinculado de las luchas sociales del período. Encuentra su principal formulación en el Prólogo del Informe Final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) donde se afirma: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda (…) A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos” (CONADEP, 2016).

  1. 18 Para un análisis de la consolidación del neoliberalismo en El Salvador y los debates al respecto desde la filosofía política, véase Villacorta Zuluaga (2010). Para un análisis del “sesgo politicista” de ciertas perspectivas sobre la movilización de los 70 en El Salvador, véase Arriola (2019a).

  1. 19 Esto se evidencia en Pirker (2017) pero también en el propio planteo de Almeida (2011), lo cual lo hace sumamente interesante pese a no coincidir totalmente con las conclusiones del autor.

  1. 20 Trabajos como el de Arriola también utilizan una periodización que busca evidenciar un cambio de lógica en la movilización hacia fines de los 70 e inicios de 1980 (Arriola, 2019a).

  1. 21 Chávez da cuenta, en el mismo sentido, del cambio de las lógicas y los elementos sobre los cuales se sostenía el poder de los rebeldes como resultado del salto represivo: “Las características del poder revolucionario cambiaron dramáticamente en los inicios del conflicto. Hacia finales de los 70 la capacidad de movilizar de los movimientos sociales en ciudades y áreas rurales y el reconocimiento público que tenían figuras carismáticas como Anaya Montes y otros líderes sobre vastos sectores de la población, constituyeron elementos cruciales del poder de los rebeldes. La represión creciente y el alistamiento de cientos de activistas en la guerrilla en 1980 dispersó los potentes movimientos sociales formados en la década previa” (Chávez, 2017, pp.229-240, traducción propia).

  1. 22 La propuesta presentada por el FMLN FDR en junio de 1983 incluía la posibilidad de incluir a todos los sectores en la negociación, lo que significaba inclusive la derecha más extrema. También proponía discutir los propios términos de la negociación lo que “daba al sistema el tiempo que necesitaba para derrotar políticamente a sus eventuales interlocutores” (Menjívar Ochoa, 2007, p. 83).

  1. 23 Esto presenta un matiz con respecto a, por ejemplo, los planteos de Almeida quien sostiene que el caso de El Salvador durante el siglo XX e inicios del XXI muestra que sostener un gobierno democrático a través de procesos electorales abiertos logra reducir la violencia política. (Almeida, 2011, p.371-388).