Rev. Ciencias Sociales #184. 2024 (II)
ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601
La nominalización del “científico” y “científica” durante la Revolución Científica
The nominalization of the “scientist” during the Scientific Revolution
Jorge Alejandro Laris Pardo*
Tipo de documento: ensayo académico
Fecha de ingreso: 5/09/2023 • Fecha de aceptación: 29/04/ 2024.
Resumen
En la historiografía de la ciencia actual, que está fuertemente influenciada por corrientes anglosajonas, se ha vuelto obligatorio señalar que William Whewell (1794-1866) acuñó en 1834 la palabra “scientist” en inglés, debido a la dificultad de encontrar una voz equivalente al alemán “natur-forscher”. El propósito de este documento es cuestionar si es correcto aplicar esta reflexión para la evolución de la palabra “científico” o “científica”. Con ello en mente, se sustenta el estudio de la nominalización de esta palabra en el español. Se estudian fuentes históricas con el auxilio de herramientas digitales como el Corpus del Diccionario histórico de la lengua española (CDH), el Corpus Diacrónico del español (CORDE) y el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE) de la Real Academia de la Lengua Española; el Diccionario de la Ciencia y de la Técnica del Renacimiento de la Universidad de Salamanca; así como la base de datos de Google Ngram. Estas búsquedas se han complementado con testimonios que el autor ha recabado a lo largo de sus investigaciones y un diálogo con la historiografía pertinente. Se concluye que la evolución de nuestra palabra “científica” o “científica” no corresponde a la anglosajona. Por el contrario, su origen se encuentra en un largo proceso de nominalización.
Palabras clave: científico, historia de las ciencias, conceptualización, lexicografía, historiografía
Abstract
In the current historiography of science, of heavy Anglo-Saxon influence, it has become mandatory to point out that William Whewell (1794-1866) coined the word “scientist” in English in 1834, due to the difficulty of finding a voice equivalent to the German “natur-forscher”. The purpose of this article is to question whether it is correct to apply this reflection to the evolution of our word “científico/ca”. The study of this process of nominalization in Spanish is based on historical sources and digital tools such as the Corpus of the Historical Dictionary of the Spanish Language (CDH), the Diachronic Corpus of Spanish (CORDE) and the New Lexicographic Treasure of the Spanish Language (NTLLE) of the Royal Academy of the Spanish Language; the Dictionary of Science and Technique of the Renaissance of the University of Salamanca; as well as the Google Ngram database. These searches have been complemented with testimonies that the author has collected throughout his research and a dialogue with the relevant historiography.. It is concluded that the evolution of our word “científico/ca” does not correspond to the Anglo-Saxon one. On the contrary, its origin is found in a long process of nominalization.
Keywords: scientist, history of science, conceptualization, lexicography, historiography
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* Universidad Autónoma de Yucatán, ciudad de Mérida, Yucatán, México.
jorge.laris@virtual.uady.mx
https://orcid.org/0000-0001-9752-1571
1. Introducción
Hay un sector de la historiografía actual, de fuerte influencia anglosajona, que critica el uso de la palabra “científico” o “científica” para hablar de las personas prácticas y eruditas de los siglos XVI a XVIII, y prescribe referirse a ellas como filósofas naturales.1 El argumento detrás de esta directriz es que el historiador debe usar las categorías de quienes estudia. La investigación de Sydney Ross sobre la invención de la palabra scientist se ha vuelto una cita obligada en aquella historiografía de fuerte influencia anglosajona (Miller, 2017). Es sabido que William Whewell (1794-1866) acuñó en 1834 la palabra scientist en inglés, por la dificultad de encontrar una voz equivalente al alemán natur-forscher. Especial controversia causó entre el público letrado el ser unión de una raíz latina (scire) y una griega (istḗs) (Ross, 1962). Es importante notar que en la lengua española no se usa la traducción literal de esta palabra que sería “cientista”.2 No obstante, la prevalencia de la literatura anglosajona en nuestro medio ha provocado alguna confusión sobre el origen de la palabra “científico” y “científica”.3 Como se demostrará a lo largo de este ensayo, el origen de nuestro sustantivo es anterior al de scientist.
De acuerdo con David Wooton, solo el portugués de entre las lenguas latinas adoptó el híbrido “cientista”. Otros lenguajes tomaron la palabra de la nominalización del adjetivo latino “scientificus”. Acuñado en el siglo XI de las raíces scientia y facere: ciencia y hacer. Ramminger (2008) ha atestiguado su uso desde el siglo XIV. Este adjetivo se usó con dos significados en el medievo: un tipo de práctica basada en el conocimiento y opuesta al mero empirismo; y un método de la lógica peripatética de demostración mediante silogismos. De aquí pasó a otros idiomas: el francés “scientifique” se usó desde el siglo XIV, el italiano “scienzato” al menos desde el XVI e, incluso, en el inglés el adjetivo “scientific” se adoptó en el siglo XVII (Wooton, 2017). A pesar de la agudeza del argumento de Wooton, aún es necesario un estudio de este proceso de nominalización en nuestra lengua.
La hipótesis en este ensayo es que el proceso de nominalización que experimentó este sustantivo a lo largo de la modernidad temprana siguió de cerca un largo proceso paralelo de gestación en la mentalidad occidental del concepto actual de lo científico. En efecto, se coincide con David Wooton, Margaret C. Jacob, Mikulás Teich y otros en su crítica a la historiografía que proscribe el uso de la palabra scientist o “científico” y “ceintífica” antes de la Ilustración, pues es un error creer que la falta de un vocablo es igual a la ausencia de concepto (Jacob, 2000; Teich, 2015; Wooton, 2017).
Fue durante los siglos XVI y XVII de la Revolución Científica4 que la palabra ciencia, que originalmente se refería al conocimiento de las causas, fue ampliando su significado hasta subsumir tanto a la filosofía natural, como a las artes prácticas. Desde el siglo XII, autores como Hugo de San Victor o Domingo Gundisalvo introdujeron la práctica dentro de su sistema de las ciencias, ideas que siglos después difundiría el Arbor scientiae de Raymundo Llull (López, 1979). El actual concepto de ciencia es fruto de esta convergencia entre lo erudito y lo práctico durante la baja Edad Media y la Modernidad Temprana, por lo que el estudio de la nominalización del adjetivo “científico” y “ceintífica” en estos siglos no debe ignorar este proceso.
Para el análisis de la nominalización, se ha recurrido a la obra de Antonio Briz, según la cual, en el español, la nominalización ocurre cuando un adjetivo ocupa ocasional o normalmente el hueco dejado en una oración por un sustantivo. Al hacer esto, el adjetivo actúa como el núcleo de la oración. En estos casos, el artículo sirve como un indicador que marca la ausencia del sustantivo, y al hacerlo identifica al sustantivo como el sujeto de la oración.
El mismo autor advierte que el estudio de un proceso de nominalización debe tomar en cuenta el grado de lexicalización. Es decir, una nominalización excepcional en la lengua no significa que ha nacido un nuevo sustantivo de uso corriente entre sus hablantes. Solo cuando el adjetivo adquiere un significado nuevo como sustantivo, entonces puede hablarse de una nominalización lexicalizada. Es importante notar que, en la lengua española, la nominalización y subsecuente lexicalización de un adjetivo en un sustantivo es más común cuando categoriza a personas en profesiones o condiciones (Briz, 1990). Esto significa que el adjetivo “científico” o “científica” partió desde una posición semántica que favorecía su proceso de nominalización.
Para guiarse por la ingente cantidad de testimonios, se ha utilizado importantes herramientas para el estudio del pasado de la lengua española como el Corpus del Diccionario histórico de la lengua española (CDH), el Corpus Diacrónico del español (CORDE) y el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española (NTLLE) de la Real Academia de la Lengua Española; el Diccionario de la Ciencia y de la Técnica del Renacimiento de la Universidad de Salamanca; así como la base de datos de Google Ngram (2022)5. Estas búsquedas se han complementado con testimonios que se han recabado a lo largo de las propias investigaciones historiográficas.
2. “Lo científico”: cosas artesanas y eruditas en la baja Edad Media
La adopción del adjetivo “científico” o “científica” en la lengua española ocurrió apenas un siglo después de su primer uso registrado en latín. La nominalización, sin embargo, parece haber sido muy excepcional en aquellas fechas o, incluso, inexistente. El caso más antiguo que se encontró en la base de datos del CORDE se remonta a 1239 y se trata de un caso poco claro. En efecto, en la frase “con ayuda de çientificos sabios ordene fazer este libros para mi fijo”6 es posible que el adjetivo “científico” o “científica” caracterice al sustantivo sabio, pero el uso contrario parece a todas luces más probable. En realidad, habrá que esperar hasta la segunda mitad siglo XV para empezar a encontrar nominalizaciones más frecuentes, aunque aún escasas.7
Con mucho, el uso más común de la voz en la baja Edad Media fue como adjetivo. Se usó para describir a personas alfabetizadas, como podía ser un escribano ‘hombre científico’ al cual se le describía como ‘razonado & util por su sciencia’ (Consultado en el CORDE: Fernández de Heredia, c. 1379)8. Esto concuerda con el uso del latín sciens, -tis para describir a ‘el que sabe’, poseedor de un conocimiento práctico que iba más lejos del mero empirismo. También podía describir a una ‘persona tan científica y de merecimiento’ como fue un obispo (Consultado en CORDE: S.a., 1490) y a gobernantes reputados por sabios como los Reyes Católicos, quienes no solamente eran ‘reyes animosos’ sino ‘príncipes científicos’.9 Incluso, se usó para referirse al ‘çientífico Aristótil’ (Consultado en CORDE: Gómez, 1481), otras veces referido como El Filósofo. En este último caso, el significado apareció más ligado al conocimiento erudito de la lógica peripatética10, con lo cual se demuestra que el adjetivo tomó del latín los dos significados del término “scientificus” mencionados en la introducción.
A diferencia de lo que se suele creer por el público no especializado, Aristóteles y los escolásticos no negaban que la ciencia tuviera aplicaciones prácticas. La praxis era una acción cuyo fin era ella misma: propia de la ética, la economía y la política, y su reflexibilidad era la frónesis. Por otro lado, la poiesis o creación era la actividad que dejaba un producto con respecto a cuya perfección podía ser valorada: el ergon (Volpi, 1999). El conocimiento de la poiesis era la tekné o técnica, que en los siglos que se estudiaron frecuentemente fue traducido como arte. El arte —para Aristóteles— era un modo de ser productivo acompañado de razón verdadera (Aristóteles, 1985: lib. VI, cap. 3).
El arte comenzaba cuando un gran número de nociones suministradas por la experiencia formaban una sola concepción general que se aplicaba a todos los casos semejantes. En tanto que la frónesis y la tekné se interesaban por la verdad, fueron ciencias con fines prácticos y la filosofía era la ciencia erudita de la verdad (Aristóteles, 1992: lib. I, cap. I, 3; lib. II, cap. 1). En este contexto, el significado del adjetivo “científico” o ”científica” como un conocimiento práctico distinto al mero empirismo estuvo desde un inicio ligado al de las artes o técnicas.
El otro significado del adjetivo “científico” o “científica”, se vinculó con el reino de la filosofía natural. Por esta vía, se utilizó para distinguir entre un tipo de conocimiento revelado y el conseguido por la razón. Así se utilizó en 1430 para diferenciar entre los profetas y los sabios: “porque los unos veen la bien aventurança e los otros la saben por demostraçión çientífica” (Consultado en CORDE: Torre, c. 1430). De manera que desde un principio el adjetivo, aquí usado como adverbio, estableció un puente semántico entre el mundo de las artes y la erudición filosófica.
Estos usos concuerdan bien con los dos sentidos más difundidos de la palabra ciencia en la lengua española en el Medievo tardío, heredados de la tradición medieval y clásica. En efecto, en las traducciones latinas y castellanas de Aristóteles la “ciencia” era aquello que tenía por objeto la verdad a través de la búsqueda de causas. En la lógica de Aristóteles, el conocimiento derivado de esta manera era necesariamente cierto e infalible, y esto lo distinguía de la opinión. En este caso, scientia era el latín del griego episteme (Dear, 2001).
No obstante, un importante cambio aconteció durante la plena y baja Edad Media, cuando los filósofos escolásticos negaron a la razón la posibilidad de llegar por sí sola a verdades indudables y por lo tanto de imponer restricciones a la omnipotencia divina. Durante buena parte del Medievo, la Lógica de Aristóteles fue poco estudiada aun con su traducción parcial del siglo VI y en realidad no fue hasta el siglo XI cuando empezó a atraer la atención de los eruditos. Entonces se consideró como una herramienta para la demostración teológica. El estudio del estagirita ayudó a la difusión de la idea de que Dios había dado orden a la naturaleza y esta funcionaba a partir de instrucciones.
Por supuesto, algunos se alarmaron de que por esta vía se pretendía comprender a Dios estudiando su creación y no exclusivamente por medio de la revelación (Hannam, 2011). En efecto, las numerosas restricciones que el programa de Aristóteles imponía a la naturaleza, y por extensión a la omnipotencia divina, explican la resistencia inicial a la que se enfrentaron los peripatéticos en el siglo XIII. Ya en 1210, el sínodo de Sens prohibió la lectura y discusión de los libros de Aristóteles, en 1215 se repitió la prohibición en la Universidad de París, e Inocencio IV (c. 1185 - 1254) extendió la medida a Toulouse en 1245 (en lugares como Oxford nunca se observó restricción semejante). La conclusión de este embate teológico fueron las 219 tesis prohibidas de 1277 (Grant, 2011). El resultado fue que se mantuvo la definición de ciencia como el conocimiento de las causas, pero se le negó el ser un conocimiento infalible.
La curiosa conjunción entre la extendida fe en la razón y las restricciones impuestas al sistema aristotélico propició que echara raíz la idea de que la filosofía natural no podía decidir a priori con absoluta certeza lo que debía encontrarse en la naturaleza y lo que no. Al final de cuentas, uno debía aceptar los fenómenos como complacían al Creador. Con el tiempo, la crítica y delimitación a los alcances a la filosofía natural sirvió para establecer epistémicamente la autoridad de la experiencia en la producción de conocimiento sobre el mundo (Hooykaas, 1987).
En este sentido usó el adjetivo científico o científica y lo nominalizó (extensamente) el rabino guadalajareño Mosé Arragel de Guadalfajara a principios del siglo XV, en su colaboración en la traducción de la Biblia desde el hebreo con el fraile franciscano Arias de Encinas (Vivanco Gómez, s.f.). Por ejemplo, explicó que “los sçientificos e theologos por ella [la Biblia] se enforman en todas las partes de philosophia”. Pues la filosofía era ‘buscamiento verdadero de las cosas naturales, humanales, diuinales’ y la Biblia, al haber sido escrita por profetas, podía “determinar lo que philosophia non pudo conprehender”. Este autor era un tajante defensor de la jerarquización del estudio de la naturaleza y la filosofía: juzgó que tanto “los sçientificos e a los insçientificos”, tenían el defecto de solo creer lo que habían visto con sus propios ojos. Advertía que “el sçientifico sermonador non deue dar las fablillas e fablar inpropio a los metafisicos e theologos”. En las palabras de Arragel, se observa bien expresada la opinión de que la ciencia, como estudio de lo verdadero, no está ella desprovista de errores y, por tal motivo, está sometida a un constante incremento de su conocimiento:
Es la intençion que han las sçiençias por virtud que sy en cada vn mes las labraredes e requirieredes, non ha vez que a ellas bueluan a las el omne requerir que non falle ende el omne cosas nuevas, de guisa que non ha tal sçientifico que con verdat dezir pueda que ha sçiençia que el tan perfecta mente sepa que non aya en ella mas que saber, mas segund verdat, que sienpre aya en la sçiençia que saber mas que los maestros en ellas saben (Consultado en CDH: Arragel de Guadalfara, c. 1422).
Como se puede apreciar en la Figura 1, la nominalización del adjetivo “científico” o “científica” estuvo condicionada en la baja Edad Media por la poca especificad de su significado. Mientras el adjetivo continúo teniendo un significado vago (asociado con palabras como filósofo y sabio, por un lado, y artesano y perito, por el otro), no había mayor razón para preferir su uso sobre las alternativas.
Figura 1. Solapamiento de significados de “lo científico” desde el medievo y hasta finales de la Ilustración
Fuente: Elaboración propia a partir del material expuesto en este artículo.
3. La ampliación semántica de “lo científico” durante los siglos XVI y XVII
Un importante paso en el proceso de nominalización del adjetivo “científico” o “científica” fue la ampliación de su horizonte semántico desde el siglo XVI. Dos ejes de apoyo sostuvieron esta expansión de significados: su contraste con el saber revelado y su vinculación a la técnica. Esto dio lugar a una compleja red semántica, en la cual el vocablo podía adquirir una considerable gama de significados dependientes del contexto en que era utilizado.
A partir de la acotación medieval de los alcances del método científico de demonstración lógica, el concepto empezó a ampliarse durante el Renacimiento para llegar a asociarse a un tipo de saber escéptico. Estas ideas se expresaron en el Quod nihil scitur de Francisco Sánchez (1551-1623), nacido en Galicia, pero educado en Francia. Este criticó en 1581, la concepción de la ciencia como conocimiento infalible. Para el Estagirita, la ciencia partía de definiciones, pero para Sánchez era notorio que las definiciones mutaban con el tiempo y, por lo tanto, eran arbitrarias. Entonces resultaban inadecuadas para el estudio de las causas. Esta empresa, además, resultaba imposible pues siempre un efecto debía de tener una causa previa de modo que el conocimiento verdaderamente comprensivo requería una regresión causal infinita. Solo se podía conocer aquello que era particular y de manera muy empírica: Scientia est rei perfecta cognitio. Sin embargo, resultaba imposible para el intelecto establecer una precisa relación entre cada cosa y el resto de la creación. Como conclusión, todo lo que se podía saber era limitado, un conocimiento imperfecto de las cosas que se presentaban a la experiencia por la observación y el juicio.
Sánchez propuso un método para organizar constructivamente la experiencia humana que llamó “Método universal de las ciencias” y que creía especialmente propicio para la Medicina (Popkin, 1979). El siguiente ejemplo muestra como durante el siglo XVI el adjetivo continuó describiendo a un tipo de conocimiento diferente a la revelación y a la opinión, emparentado con los métodos racionales de la filosofía natural: pero este significado no necesariamente implicaba un conocimiento cierto e infalible.
La tercera manera de compararse la fe es respecto del conoscimiento de otros linajes de conoscer, cuales son por sciencia o por opinión. […] la fe es certinidad en medio de la sciencia y de la opinión, porque no convence tanto el conoscimiento por fe, como el scientífico, por la fuerza evidente que hace la sciencia, la cual fuerza no hace la fe; y convence más la fe que la opinión, por cuanto la opinión es dudoso conoscimiento de la verdad, mas el conoscimiento de la fe es conoscimiento certísimo, aunque es enigmático y no evidente (Consultado en CORDE: Pineda, 1589).
Esta diferenciación entre ciencia, opinión y revelación resultó ser fundamental en la ampliación el significado del adjetivo “científico” o “científica” en el siglo XVII. Al surgir la Nueva Filosofía en el clímax de la llamada Revolución Científica, como se resume en la Figura 1.
Esta coyuntura fue clave, el campo semántico de “lo científico” se vinculó a la Nueva Filosofía y a las mutaciones que experimentó el concepto de “lo curioso”. De acuerdo con Alice Brook, en el siglo XVII, la curiosidad fue entendida por los seguidores de la Nueva Filosofía como el estudio de la naturaleza sin fines teológicos (Brook, 2017). Dear Peater ha señalado que la principal diferencia entre el pensamiento medieval y el moderno radica en su justificación del estudio del mundo. El pensamiento medieval tenía un destacado interés por la verdad, mientras que en la modernidad cobró cada vez más importancia el saber sobre el mundo y lo que se puede hacer en él (se debe tomar la generalización con cierta cautela porque ni lo viejo fue tan homogéneo, ni lo nuevo tan diferente) (Dear, 2001). En este caso, el nuevo significado de curiosidad implicaba una actitud comprometida para con el conocimiento del mundo por medio de la Nueva Filosofía ligada al conocer mediante el hacer: lo científico.
En este contexto, se acredita la aproximación semántica entre lo científico y lo curioso al comenzar el siglo XVII. Esta asociación parece haber sido precipitada y veloz, pues aún en 1591 un médico en la Nueva España distinguía entre un público compuesto por “curiosos romancistas” y otro por “hombres científicos y letrados” (Cárdenas, 1591: s.p.). Sin embargo, apenas 20 años después, esta oposición se había convertido en afinidad. En el contexto de un libro de jinetearía se describía en 1600 al conde Alberto Fúcar como “grandemente scientífico y curioso” en aquel arte (Consultado en CORDE: Vargas Machuca, 1600), y al , y al poco tiempo un médico que ejerció su profesión en Cartagena de Indias se refirió en dos ocasiones a algún remedio como“curioso y çientífico” hacia 1611 (Consultado en CORDE: Méndez Nieto, 1607-1611). La vinculación entre el adjetivo “científico” o “científica” y la curiosidad probó tener importantes consecuencias, al profundizarse el vínculo entre el concepto de lo científico y el conocimiento laico.11
De igual importancia resultó la aproximación semántica entre lo científico y la técnica durante los siglos XVI y XVII. En este contexto fue usado por el visitador de las minas de Huamanga en 1561, quien avisó haber consultado “la razón de personas de ciencia y experiencia” en el dicho negocio para informarse sobre la salud de los trabajadores (Hondegardo, 1562). Una asociación que no fue rara en la época, sino bastante común. Se observa como, si bien se consideraba que la ciencia y la experiencia eran conceptos discernibles, también se creía que el mejor provecho que se sacaría de estas actividades era en conjunto.
En efecto, otro error de sustituir simplemente el sustantivo “científico” o “científica” por “filosofo natural” o “filósofa natural” es ignorar el hecho de que nuestro vocablo “ciencia” incluye actividades que en aquel entonces no estaban claramente comprendidas bajo el velo de la filosofía (Mikkeli, 1997). Destacan en este ámbito técnicas vinculadas a las matemáticas como la astronomía, la óptica, la mecánica, la balística; actividades prácticas como la navegación, la cartografía, la fortificación, la minería, la metalurgia; heterodoxas como la alquimia o la magia; e incluso facultativas como la medicina, la anatomía, la fisiología y la cirugía (Henry, 1997). Artes como las castrenses, la navegación y la cartografía fueron un componente clave en la legitimización social de las técnicas matemáticas (Portuondo, 2009). Así, en 1625 se juzgó a la “filosofía práctica” del manejo de las armas como un “arte científico subalternado á la Geometría, cuyas líneas y ángulos aplica a los movimientos naturales” (Consultado en CORDE: Pacheco de Narváez, 1625). Por yacer en la intersección entre la práctica y la erudición, el adjetivo “científico” o “científica” estuvo desde el primer momento asociado al nacimiento de la Nueva Filosofía.
Por mediación de esta asociación entre la filosofía y la técnica, es que la palabra adquirió un nuevo significado que resultó ser crucial en su futura resignificación: el adjetivo empezó a usarse para referirse a procedimientos precisos de la técnica artesanal. Esto se vio reflejado en el siglo XVII por el uso cada vez más común del adverbio “científicamente” para describir formas de hacer precisas y mecánicas,12 o bien medios para corroborar información.13 Un azoguero neogranadino que escribió en 1616 sobre el beneficio de plata por amalgamación explicó que el conocimiento tanto de la plata como del azogue era fundamental para su labor “y es cosa certísima que sin él, en ninguna manera, científicamente acertará ninguno en esta materia” (Sánchez de Aconcha, 1991, p. 11). Este nuevo significado rememora la hipótesis de Lucien Febrvré y Alexander Koyré, para quienes el núcleo duro de la Revolución Científica fue un movimiento hacia la precisión (Koyré, 1994).
Lo científico implicaba así el conocimiento preciso de la técnica, y por ello, podía haber personas científicas no solo en arquitectura14, sino en el arte castrense,15 la navegación16 o la alquimia.17 La noción medieval de lo científico como un método práctico e informado discernible de la mera memorización motriz se había ampliado hasta abarcar con claridad las técnicas peritas y precisas útiles al sostenimiento de las nuevas economías e imperios trasatlánticos.
Este vínculo entre lo científico y la técnica precisa desempeñó un papel crucial en el desarrollo posterior del concepto. En el siglo XVII se desarrolló el método experimental, que exigía una importante pericia en el manejo de los procedimientos por parte del docto o las personas que lo ayudaran (Shapin y Schaffer, 2011). Los nuevos experimentadores contaban en el adjetivo “científico” o “científica” con un vocablo que vinculaba tanto el conocimiento erudito como la pericia práctica.
Por esta vía, Sigüenza y Góngora podía expresar a finales del siglo XVII que la investigación filosófica de la naturaleza empezaba en la curiosidad, seguía por vía del razonamiento y terminaba en la experiencia científica. Entendida esta como la manipulación precisa experimental. “Principiólas la curiosidad, ayudada de la luz de la razón natural; delantólas el deseo de inquirir las causas de los efectos y las perficionó la larga y científica Experiencia” (Consultado en CORDE: Sigüenza y Góngora, 1690).
La nominalización en este siglo continuó siendo rara. Se siguió usando, paralelamente a este proceso, en el sentido medieval como sinónimo de filósofo. Considérese sino el siguiente uso de 1621: “Filosofía es deseo, o amor de sabiduría. Su profesión, estudio y ejercicio hace científicos en todas las cosas divinas y humanas” (Figueroa Suárez, 1621, p. 114).
Sin embargo, también fue posible un sentido contrario, para referirse a la gente curiosa, pero sin profundos conocimientos académicos. En 1648 un barbero novohispano se excusaba ante los eruditos de lo “indocto” de su estilo, pues su libro estaba “remitido a los científicos” (Correa, 1648, s.p.). Otro caso de nominalización en 1689 distinguía entre dos tipos de gente erudita, aquella que se interesaba por el mundo natural y aquella que sumergía sus pensamientos en la divinidad: “Finalmente, los científicos están en el conocimiento de las cosas del mundo detenidos, y los sabios viven en el mismo Dios sumergidos” (Consultado en CORDE: Molinos, 1675).
Esta última cita ejemplifica bien la mutación que había tenido el concepto de lo científico en el siglo XVII. Hay reminiscencias en él de la distinción medieval entre la vía racional y la irracional para el conocimiento. Pero mientras en la distinción medieval se juzgaba el método de estudio, aquí se adhería al anterior significado el propósito mismo: la curiosidad. Esto sucedió aunado a un proceso de fortalecimiento del vínculo semántico entre el concepto de lo científico y las artes técnicas. Proceso inmerso en un movimiento general de la cultura hacia la búsqueda de precisión. Se percibe, entonces, que, si bien en el siglo XVII la nominalización del adjetivo “científico” o “científica” siguió siendo excepcional, la expansión de su significado en estas dos nuevas direcciones hizo cada vez más común su uso para describir a las técnicas y personas involucradas tanto en las artes como en la Nueva Filosofía.
4. La nominalización del adjetivo científico o CIENTÍFICA en la Ilustración
La profundización de este vínculo semántico en el siglo XVIII causó que el adjetivo“científico” o “científica” se nominalizase con más frecuencia para referirse a las personas asociadas a la filosofía natural. Paralelamente, a finales de la centuria llegó a hablarse ya de una “clase científica” que era “portadora de técnica y conocimiento, como fue la de los médicos (Lecuanda, 1794, p. 115). Esto atestigua que la importancia creciente del conocimiento técnico en las actividades económicas y en el sostenimiento de los imperios ultramarinos forjaron un lugar especial en la sociedad para los doctos en las artes y la Nueva Filosofía (Ben-Davis, 1971) que con el tiempo convergieron en la resignificación del científico o científica.
Es cierto que la Royal Society for Improving Natural Knowledge (1662) excluyó la palabra ciencia de su nombre, pero no así la contemporánea Académie des Sciences de Paris (1666). No es gratuito que en 1745 un texto de geografía se refiriera como “científicos” a los miembros de esta academia que habían explorado el Orinoco. En una obra que no solo se dirigía “a los científicos y curiosos de Europa, sino también para los de América” (Gumilla, 1745, pp. 19, 40 y 60). En esta nominalización se ve establecido con fortaleza el vínculo surgido en el siglo anterior entre lo científico y la curiosidad por el mundo natural.
La acumulación de frases como las anteriores desde la segunda mitad del siglo XVIII sugiere que la nominalización del adjetivo “científico” o “centífica” se hizo común en el discurso en aquel entonces. Como es posible corroborar en el NTLLE (Real Academia Española, s.f), desde 1729 su definición en estos textos ha permanecido prácticamente invariable hasta nuestros días.
ADJ. Cosa perteneciente a ciencia. También se llama así la persona consumada en alguna, o en muchas ciencias (1729).
ADJ. La persona que posee alguna ciencia, o ciencias, y a las cosas pertenecientes a ella (1791).
ADJ. Que posee alguna ciencia o ciencias (1914).
ADJ. Perteneciente o relativo a la ciencia // Que se dedica a una o más ciencias // Que tiene que ver con las exigencias de precisión y objetividad propias de la metodología de las ciencias. (2022).
Paralelamente, conforme se acentuó la cercanía entre el saber científico y el estudio del mundo como fin en sí mismo, se desvinculó al científico del conocimiento de la religión y la moral. Se estableció una diferencia entre el científico medieval, un sabio en todas las ramas, y el científico ilustrado, de saberes limitados al mundo natural. Así fue como el obispo de Barcelona Josef Climent usó en 1756 la palabra diciendo que “muchos pecadores tanto gentiles, como malos cristianos, fueron muy científicos y muy atinados en el conocimiento de las cosas” (Climent, 1794, p. 351). Más rotundas fueron las palabras del teólogo Agustín Cortiñas en 1816: “el filósofo se hace más estúpido y brutal que el hombre más rústico e ignorante” y luego preguntó retóricamente por “quiénes sino aquellos hombres científicos, que han sumergido a todas las naciones en una abominación tan impía” (Cortiñas, 1816, p 38). A principios del siglo XIX, claramente, el científico conocía la naturaleza, pero ignoraba la materia divina. Como se ha visto, esta división se había gestado lentamente durante largo tiempo en la conciencia occidental, desde que en la plena Edad Media se había prohibido a los profesores de las facultades de artes tratar temas teológicos, pero no se desarrolló cabalmente hasta la Ilustración.
El concepto de la ciencia se asoció con el colonialismo tardíamente y en un contexto colonial, aunque por supuesto desde un principio el saber y el poder estuvieron ligados en la práctica (Barrera Osorio, 2009, pp. 128-33). El mismo autor de la obra del Orinoco vinculó ciencia y poder colonial en 1745, cuando precisó como los miembros de la nación caverre extraían veneno de la raíz del curare. Juzgó que su fabricación era compleja y no se explicaba cómo un grupo humano que consideraba bárbaro pudiera haber aprendido tal técnica si no era por la intermediación del Demonio. Al mismo tiempo, se preguntó “qué fuera, y qué quinta esencia saliera si esta maniobra se ejecutara por uno de nuestros científicos, con las vasijas competentes y con las reglas de la facultad” (Gumilla, 1745, pp. 366-367). Aquí la ciencia no solo era el conocimiento de la técnica para perfeccionar el producto, sino claramente se vinculaba a la de los europeos y sus descendientes. No obstante, aunque los europeos se sentían los creadores de un nuevo método para investigar la naturaleza, pervivió en la Ilustración la idea de que este método era universal y potencialmente transmitible a otras culturas (Hausberger, 2009, pp. 644-650).
Es posible agregar varios otros ejemplos de nominalización del adjetivo “científico” o “científica” en el siglo XVIII, pero la cuestión ha quedado establecida. Creo que difícilmente se podría encontrar un caso más explícito de la completa nominalización del adjetivo en sustantivo que la explicación dejada en un pie de página anónimo de 1798, con lo cual se corrobora el uso de “científico” o “científica” en nuestra lengua como sustantivo antes de la invención de scientist.
No entiendo nunca por científicos a los que llaman filósofos teólogos y juristas: sino a los que saben alguna de las ciencias naturales y exactas que tanta relación tienen con la agricultura y las artes (Nota del traductor en Young, 1798, p. 137).
Si en inglés el sustantivo scientist fue inventado en 1834 para nombrar a un grupo de personas que ya ocupaban un lugar en la sociedad, el origen de su contraparte hispana no puede atarse a un evento tan preciso, pues emanó de un contexto más amplio de evolución conceptual. El adjetivo “científico” o “científica” se utilizó con alguna frecuencia en los últimos siglos del Medievo. Su nominalización fue rara, aunque existió al menos desde el siglo XV, y se volvió más común a medida que se desarrolló la Revolución Científica, volviéndose común durante la Ilustración (Figura 1).
En nuestra lengua, el proceso de nominalización del adjetivo “científico” o “científica” en sustantivo formó parte de un proceso más amplio de evolución semántica en el cual palabras como “ciencia”, “filosofía” y “arte” gradualmente adquirieron nuevos significados y se desprendieron de los anteriores. La voz hispana tuvo su origen medieval directo en el adjetivo latino scientificus que significó a la vez el conocimiento de un procedimiento práctico distinto al mero empirismo o un proceso de demonstración mediante silogismos peripatéticos. Desde su origen, el adjetivo estableció un vínculo semántico entre la producción artesanal y el pensamiento filosófico.
Fue durante los siglos XVI y XVII, en el contexto de la Revolución Científica, cuando la palabra sumó nuevas capas de significados. No solo se refirió ya al proceso de razonamiento por silogismos, sino también al que partía desde la experiencia directa. Además, se usó para referirse a métodos artesanales precisos, e incluso formó parte de artes que incorporaron en sus técnicas modelos matemáticos como la arquitectura o la castrense. Si en el medievo la palabra ciencia se vinculó con un conocimiento racional distinto a la revelación, durante la Revolución Científica el adjetivo “científico” o “científica” se usó para describir a personas y actividades vinculadas al estudio de la naturaleza sin metas teológicas. Esto ocurrió en estrecha vinculación con la evolución en el siglo XVII del campo semántico de lo curioso. No fue, sin embargo, hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando la frecuencia en la nominalización de este adjetivo para referirse a las personas que practicaban las ciencias fruto de la Nueva Filosofía vinculadas a las técnicas productivas se volvió cotidiana.
La ciencia no emergió solamente de la filosofía natural, y por eso se hace mal en sustituirla con aquella como si fuese la versión antigua. No existía la ciencia moderna, existía una serie de actividades distintas y desintegradas en diversos campos, pero cohesionadas por el requisito de conocer y manipular la naturaleza. Lo que hoy es la ciencia no puede acotarse ni a las antiguas artes, ni a la antigua filosofía natural. El devenir histórico, finalmente, unió estas actividades diversas y por eso hoy pueden reconocerlas, desde la ventaja del presente, como antecesoras de una misma cosa. No es por tanto anacrónico usar el adjetivo “científico” o “científica” ni nominalizarlo cuando se estudian a los filósofos y artistas involucrados en el proceso de origen de la ciencia moderna durante los siglos XVI a XVIII siempre que se tenga en cuenta el campo semántico de la palabra aquí discutido.
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1 Entre los artículos fundadores de esta escuela destacan Cunningham y Williams (Cunningham, 1988; Cunningham y Williams, 1993).
2 En países como Chile, se usa esta voz en expresiones como “cientista social” y “cientista político”. Son calcos de las expresiones inglesas y no se sugiere su uso (Consultado en DPD: Real Academia de la Lengua Española et al., “cientista”).
3 El 19 de diciembre del 2017, un ejemplo de este error en el espacio público dio lugar a un debate en la red social Twitter entre los periodistas Oscar Pazos (@opr_tw) y Javier Pedreira (@wicho). Como resultado, este último escribió un artículo periodístico (Pedreira, 2022). Dicho artículo observa el hecho, que aquí se estudia con rigor académico. El error de creer que la palabra no existía en nuestro idioma antes de la invención de Whewell lo he cometido yo mismo (Laris Pardo, 2020).
4 Teoría historiográfica que se preocupa por el origen de la ciencia moderna. La temporalidad de la Revolución Científica se debate. La temporalidad más amplia es la postulada por Butterfield, para quien comprende los siglos XIV a XVIII. En la acotada, pero aún amplia, cronología de Ruppert Hall esta se circunscribe a los siglos XVI a XVIII. Otros autores como Bernard Cohen prefieren hablar de varias revoluciones sucesivas en este periodo, que de una sola Revolución Científica. Para un estudio profundo de este debate, consúltese la obra de Floris Cohen (Butterfield, 1965; Cohen, 1985, 1994, 2010; Hall, 1954). Personalmente, he defendido que debemos considerar este proceso como un encadenamiento a lo largo de, por lo menos, tres siglos de pequeñas revoluciones: el XVI, el XVII y el XVIII. Me he referido a este como una Revolución Permanente (Laris Pardo, 2022, pp. 8-40).
5 Si bien, no es una herramienta muy precisa, sí puede resultar de ayuda en la búsqueda casos.
6 Anónimo. “Castigos e documentos para bien vivir ordenados por el rey Sancho IV”, 1293, CORDE. Esta también es la referencia más antigua en el CDH.
7 Como la hallada en “el prudente es lloroso & ha conpassion sobre las tales locuras segun exenplifica seneca del científico [¿Aristóteles?] el qual sienpre lloraua”. Consultado en el CORDE: Gómez de Zamora, (1452). Morales De Ovidio.
8 Fernández de Heredia igualmente describe de esta manera a doctor en derecho “muy sçientifico enlas leyes”, (Consultado en el CDH: Fernández de Heredia, c. 1383).
9 Pulgar (1562, p. 85). Apareció este uso en la primera impresión de 1562, pero es anterior como se ha comprobado al revisar 4 manuscritos sin fechar. Aparece en tres de ellos mientras que en uno está abreviada. BNE, mss. 10240f f. 188; mss. 7629, f. 94; mss. 1785 f. 136; la abreviación en el mss. 18222, f. 186.
10 Se ha consultado el diccionario de Corominas y Pascual (1996). Este no tiene una entrada para “científico”, solamente una breve para ciencia.
11 “Mais elles ne sauraient nous empêcher de reconnaître qu’avec le XVIe siècle le mot de science change de sens: il cesse de désigner un tradition, un trésor qu’on se transmet, pour désigner la connaissance de ce qui est, connaissance que on l’on acquiert en regardant les choses. Et cela est un révolution” (Hauser, 1930, p.21).
12 “siempre he deseado se dirijan a Gloria de Dios, Nuestro Señor, y servicio de la Magestad Cathólica, y científica y mecánicamente, enseñar lo que sé por experiencia, puniéndolo en theórica para que muchos lo sepan por práctica” (Lechuga, 1611).
13 “hélo visto poner en duda, valga lo que valiere, hasta otro correo que se sabrá mas científicamente” ((Consultado en CORDE: González, 1636).
14 Como se dijo de Martín de Ilzarbe, quien fue enviado a la visita de Huancavelica por el conde de Santisteban (Iturbizana et al. 1871, p. 202).
15 “Maestros científicos en este arte con quien ejercer lo belicioso (Consulado en CORDE, Santos, 1663).
16 “Aquel piloto científico” (Consultado en CORDE: Cruz, 1692).
17 El metalurgo Alonso Barba (1569-1662) defendió en 1642 que a pesar de que la crisopeya era regularmente practicada por ignorantes que “de ordinario procedían mecánicamente, y no con principios científicos” no por ello se quitaba su posibilidad y verdad (1640, pp.18-19).