Rev. Ciencias Sociales 173: / 2022 / III
ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN electrónico: 2215-2601
APUNTES SOBRE LA HISTORIA Y LA MEMORIA A TRAVÉS
DE LA IMAGEN
NOTES ON HISTORY AND MEMORY THROUGH IMAGES
Carlos Alberto Navarro Fuentes*
RESUMEN
El objetivo del ensayo es plantear la relación que la imagen sostiene con la historia y la memoria como formas de aproximación al pasado. La metodología consistió en revisar la manera en que la disciplina histórica —y otras ciencias sociales— ha empleado la imagen como herramienta para estudiar mundos sociales, al identificar avances y limitaciones en esta materia. Se concluye que esta tiene un papel fundamental en los procesos de configuración de la memoria colectiva, especialmente donde experiencias traumáticas han tenido lugar.
PALABRAS CLAVE: IMAGEN * MEMORIA COLECTIVA * HISTORIA * CULTURA * CIENCIAS SOCIALES
ABSTRACT
The aim of the essay is to propose the relationship that the image maintains with history and memory as forms of approach to the past. The methodology consisted of reviewing the way in which the historical discipline - and other social sciences - has used the image as a tool to study social worlds, identifying advances and limitations in this matter, concluding that it has a fundamental role in the configuration processes of collective memory, especially where traumatic experiences have taken place.
KEYWORDS: IMAGE * COLLECTIVE MEMORY * HISTORY * CULTURE * Social Sciences
Kant se preguntaba: ¿qué significa ‘orientarse en el pensamiento’? Desde
que Kant escribió su opúsculo no sólo nos orientamos mejor en el
pensamiento, sino que incluso la imagen ha ampliado tanto su territorio
que hoy en día es difícil pensar sin tener que ‘orientarse en la imagen’.
Georges Didi-Huberman
* Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Cuauhtémoc, Ciudad de México, México.
INTRODUCCIÓN. DEFINICIONES CONCEPTUALES: HISTORIA, MEMORIA, IMAGEN
En primera instancia, se abordan los puntos de encuentro y desencuentro, las similitudes y especificidades de la Historia y la Memoria como dos formas distintas de aproximarse al pasado. Adicionalmente, se tratará de entender la relación de estos dos dominios con las imágenes. Desde su obra pionera La memoria colectiva, publicada póstumamente en 1950, el sociólogo francés Maurice Halbwachs establecía una clara diferenciación entre la memoria colectiva, como una forma de apropiación del pasado por parte de una comunidad para garantizar su ser colectivo y su permanencia en el tiempo, y la “memoria histórica”, constituida gracias a una disciplina científica, la historia, que tomaba el pasado como su objeto de estudio. Más o menos por la misma época, en sus Tesis de filosofía de la historia (1982), Walter Benjamin realizaba una crítica al historicismo, modalidad historiográfica dominante en su época desde una perspectiva marxista, refiriéndose al materialismo histórico y en especial a la “memoria” como la posibilidad de irrupción del pasado en el presente, en aquellos “momentos de peligro”, cuando las circunstancias actuales lo demandasen.
Desde entonces, se sabe que historia y memoria son dos discursos, dos prácticas, dos campos que se refieren al pasado, que representan el pasado (lo traen al presente), pero lo hacen de manera distinta. Supuestamente, la memoria es más subjetiva, fragmentaria, menos confiable, no está interesada en la verdad de lo acontecido, es mutante acorde con los diferentes presentes desde los que se recuerda. Por el contrario, la historia es presuntamente más objetiva, completa y totalizante. La memoria funciona, según Ricœur y Chartier, a partir de la confianza o creencia en el testimonio, mientras que la historia lo hace a partir de la crítica documental sobre las fuentes, que está dirigida a acreditar la verificabilidad del discurso histórico. La historia pertenece al dominio de la ciencia, la memoria al dominio de la vida cotidiana (Ricœur, 2005; Chartier, 2007). Si bien, todas estas diferencias son parcialmente ciertas, es muy importante tener en cuenta que Halbwachs y Benjamin hacían sus críticas pensando en un cierto tipo de historiografía: el historicisimo positivista decimonónico, empeñado en separar la subjetividad del historiador de su investigación, solo sensible a documentos escritos y obsesionado por la objetividad y la verdad desde el punto de vista de un realismo ingenuo. Hoy, los historiadores son cada vez más conscientes tanto de su subjetividad —como condición indispensable y, sobre todo, como aporte y no como traba al conocimiento histórico— como de la imposibilidad de alcanzar una verdad objetiva y completa sobre el pasado.
La memoria colectiva, como fenómeno que ha atravesado en la segunda mitad del siglo xx los ámbitos políticos, jurídicos y académicos, ha transformado la práctica historiográfica, llevando a los historiadores a preguntarse sobre las maneras en las que se aproximan al pasado y cómo este influye en nuestro presente, a la vez que la historia se ha dado cuenta de la importancia de la memoria y la ha tomado como objeto de estudio, comenzando por “historizar” las memorias. Todo esto ha hecho cada vez más borrosas las fronteras entre la memoria y la historia. El historiador de finales del siglo xx y comienzos del xxi, en la mayoría de los casos, es consciente de este contexto. Por lo que, en palabras de Enzo Traverso, ha comenzado a intervenir en los “usos públicos de la historia”:
En tanto que ‘pasador’ (Grenzangër) extraterritorial el historiador es deudor de la memoria, pero actúa a su vez sobre ésta, porque contribuye a conformarla y a orientarla. Precisamente porque, en lugar de vivir encerrado en su torre, participa en la vida de la sociedad civil, el historiador contribuye a la formación de una consciencia histórica, de una memoria colectiva (plural e inevitablemente conflictiva, al atravesar el conjunto del cuerpo social). Es decir, su trabajo contribuye a forjar lo que Habermas llama un ‘uso público de la Historia’. (Traverso, 2011, p.37).
Desde la Antigua Grecia, la memoria fue pensada por los filósofos como una facultad para recuperar vivencias del pasado a partir de la evocación de imágenes que cumplen la función de huellas mnemónicas. De manera similar, el psicoanálisis moderno se ha concentrado en estudiar las relaciones entre el pasado y el presente mediadas por imágenes mentales inscritas en la psique de los individuos (Ricœur, 2005). Las “concepciones del mundo” —de mundos pasados—, “son en gran parte imaginarias y las imágenes, sean narrativas o figurativas, son representaciones de la relación imaginaria de los individuos y sus condiciones reales de existencia” (González y Del Castillo, 2015, p.14). Por otra parte, es preciso resaltar que el fenómeno de la memoria es un fenómeno sensorial; la memoria se activa a partir de los sentidos: vista, gusto, tacto, olfato y audición. Escuchar una canción, saborear una comida, palpar una textura o ver una fotografía puede desencadenar recuerdos de experiencias que se han vivido en el pasado. Así, se recuerdan entre otras cosas, por y a través de imágenes.
Cuando se habla de la memoria colectiva (o social) de una comunidad o de una nación se debe también tener en cuenta que esta se transmite a partir de diversos medios que fijan la noción de la realidad social pasada y presente. “Los medios no son portadores neutrales de información pasada que resulta relevante para la memoria: ellos crean una y otra vez lo que parece codificar —las versiones de la realidad y del pasado, los valores y las normas, los conceptos de identidad—” (Erll, 2012, p.170).
Cabe puntualizar que, en el contexto actual, en el que impera la sociedad de consumo del modelo de globalización neoliberal, los medios visuales y la amplia circulación de imágenes (video, cine, televisión, internet, etc.), son elementos centrales en esta codificación. Ciertas imágenes que trascienden su función original y se convierten en lo que Alessandra Merlo llama “íconos seculares”, no solo representan los acontecimientos, sino que en buena medida determinan la experiencia y la percepción de los hechos históricos (Merlo, 2016, pp.10-24).
Todos conocen cuáles son sus héroes, sus lugares, acontecimientos y símbolos emblemáticos, su historia en común que los hace converger en tanto miembros de una “comunidad imaginada” (un mexicano sabe, por ejemplo, que el prócer del paliacate es Morelos y que el “viejito” es Hidalgo, imaginarios que obedecen a convenciones iconográficas establecidas y reproducidas desde el siglo xix). Esto es así porque desde hace unos dos siglos una de las tareas más urgentes de los Estados nacionales modernos fue configurar un repertorio de imágenes y símbolos, una iconografía patria que le diera sustento visual a la historia (patria) en la que todos pudieran reconocer su origen común, a partir de estrategias pedagógico-performativas como la enseñanza en la escuela, las conmemoraciones públicas, las pinturas y las reliquias exhibidas en museos, etc.1 En buena medida, y más que en palabras, es en imágenes que se ha aprendido la historia; es a partir de imágenes que se ha transmitido una memoria aparentemente homogénea y compartida; es a partir de imágenes que ha llegado a reconocerse como parte de una historia que no necesariamente se ha vivido.
Ahora bien, si se piensa en la historia como una disciplina científica específica, más que como una tecnología de domesticación de la memoria social al servicio de diferentes proyectos políticos, por ejemplo, los de la construcción del Estado-nación americano, se debe reconocer que esta, tradicionalmente, ha sido una práctica escritural, casi exclusivamente basada en documentos y testimonios escritos del pasado. No obstante, la historiografía también ha utilizado las imágenes como un puente para acercarse al pasado, aunque casi siempre las pinturas, las fotografías, las esculturas, la arquitectura, etc. han sido utilizadas como ilustraciones, y no como objetos de estudio como tales. En todo caso, muchos de los vestigios y huellas del pasado son imágenes de diferentes características, técnicas, soportes que la mirada del investigador puede transformar en documentos históricos. Cada vez son más los historiadores que utilizan las imágenes para adentrarse en aspectos del pasado poco explorados hasta ahora. De hecho, la importancia de las imágenes no radica únicamente en que pueden constituirse en testimonio del pasado, sino que pueden ayudar a “imaginarlo” y comprenderlo mejor:
Pinturas, estatuas, estampas, etc., permiten a la posteridad compartir las experiencias y los conocimientos no verbales de las culturas del pasado […] Nos hacen comprender cuántas cosas habríamos podido conocer si nos las hubiéramos tomado más en serio. En resumen, las imágenes nos permiten «imaginar» el pasado de un modo más vivo […] El hecho de que las imágenes fueran utilizadas en las diversas épocas como objetos de devoción o medios de persuasión, y para proporcionar al espectador información o placer, hace que puedan dar testimonio de las formas de religión, de los conocimientos, las creencias, los placeres, etc., del pasado. Aunque los textos también nos ofrecen importantes pistas, las imágenes son la mejor guía para entender el poder que tenían las representaciones visuales en la vida política y religiosa de las culturas pretéritas. (Burke, 2001, pp.16-17).
Como agudamente apunta Peter Burke, los historiadores y los investigadores sociales ya no pueden ser indiferentes ante la imagen porque se vive en un mundo atravesado por la producción, la circulación y la saturación de imágenes:
En los próximos años será interesante comprobar cómo unos historiadores de una generación que se ha visto expuesta a los ordenadores y a la televisión prácticamente desde su nacimiento y que siempre ha vivido en un mundo saturado de imágenes, se sitúa ante los testimonios visuales del pasado.” (Burke, 2001, p.14).
Se vive pues en un océano de imágenes que generan tanto fascinación como temor. Así:
La imagen como pensamiento plantea un tipo de epistemología inestable que no ha decantado del todo, una relación afectiva que se define en los límites de lo simbólico. Por tal razón no es el momento ni el lugar para generar definiciones concretas, ya que creemos necesario extraviarse en la imagen un poco más para comprenderla en tanto posibilidad. (Sienra et ál., 2014, p.14).
Tanto las imágenes en general como las fotografías en particular pueden considerarse como formas narrativas complejas acerca de hechos, conformando así memorias recuperables de eventos históricos, tan es así que es posible narrar la historia de un cierto suceso histórico a través de imágenes, aunque estas no son en sí un discurso verbal, por ejemplo, la Revolución Mexicana, los festejos por el centenario de la Independencia de México, entre otros. Dice Pierre Nora, “la memoria es un fenómeno siempre actual, un lugar vivido en un presente eterno; la historia, una representación del pasado” (1997, p.25). La imagen mantiene en presente lo pasado. “El ‘11 de septiembre’ (11/11) sigue sucediendo para todo el mundo, y más en la mente de los estadounidenses, sobre todo de los neoyorkinos” (Sontag, 2011, p.31).
Una foto puede trascender el momento, la cultura y la geografía de donde fue capturada hasta trascender lo contingente, adquiriendo universalidad, por ejemplo, el hongo de la bomba atómica y el primer hombre en la Luna. “Un icono secular no se impone solo, sino que es impuesto por su circulación y esta depende de su efectividad estética y de su efectividad discursiva” (Merlo, 2016, p.18). Lo que se logra reconstituir en el presente del pasado es gracias a las imágenes y no son los hechos en sí, pero nos pone frente a ellos.
Es importante tomar en cuenta el cambio de paradigma acontecido a raíz del movimiento de la Nueva Historia (Nouvelle Histoire) en 1929, a manos de autores como Lucien Febvre o Marc Bloch, más los aportes a posteriori de otros autores como Paul Ricoeur, Jacques Le Goff, Roger Chartier, Pierre Nora o Peter Burke, entre muchos otros. Una corriente historiográfica altamente propositiva. Por un lado, en oposición a la idea de cultura homogénea, la inanidad de los metarrelatos y las narraciones utópicas planteadas desde el sesgo modernista, se inició la revisión de ciertos tópicos que neurálgicamente erigen la práctica del historiador como pasado o memoria; a la par, se planteaban nuevas estrategias de abordar, cartografiar y representar el pasado para con ello, no solo hacer Nueva Historia, sino además, replantear la ya escrita: una labor deconstructivista en la que la imagen tiene un papel protagonista. Historia y Memoria pasaron a liderar dos formas de hacer discurso ante el pasado. Esta aclaración es vital, pues ayuda a comprender que la Historia es la ciencia que tiene como objeto de estudio, el registro y la comprensión del pasado del hombre y el contexto en el que vive. Una disciplina que, a la sazón de las ciencias sociales, busca documentar y verificar la naturaleza y originalidad de varias fuentes, con el fin de reconstruir la linealidad de tiempos pretéritos, mientras que, bajo los márgenes de Memoria, el testimonio y lo subjetivo pasan a ser sustanciales.
Al alba posmoderno, se comienza a operar historiográficamente atendiendo a otro tipo de prioridades como analizar imaginarios visuales, así como conocimientos experienciales y testimoniales, tanto desde la frescura del presente como revisando lo ya vivido, lo ya escrito, con el afán de poner en crisis las versiones ritualizadas del pasado. En ese sentido, se considera fundamental esta idea de conocerse, incluso, a través de los otros, pues de esta forma pareciera que se acepta, no solo la inmanencia de lo subjetivo, sino también la realidad social como individuos que somos.
En la misma tesitura, las posibilidades que plantea discursivamente el concepto de memoria social para abordar el pasado son múltiples, intentando con ello no caer en posturas logocéntricas, sabiendo combinar lo objetivo con lo subjetivo, lo global con el fragmento, el testimonio con el archivo, lo individual con lo colectivo, lo cotidiano con lo inaudito, y hacer así visible, la complejidad del mundo en el que se vive.2 Otro punto importante es el papel que las imágenes tienen en torno al tema de la memoria colectiva. Un papel reconocido por el psicoanálisis moderno y que se aborda en el trabajo de Alessandra Merlo de una manera más específica, bajo el concepto de ícono secular. La imagen posee un potencial mnemotécnico invaluable. De hecho, una simple fotografía puede desencadenar todo tipo de asociaciones sensoriales o relativas de diferentes experiencias de vida, pudiendo detonar en las personas la reconstrucción de la memoria involuntaria. En la memoria —como fenómeno sensorial— se constata una reconfiguración constante conforme al contexto en el que se recuerda algo. “Los recuerdos son imágenes mentales que combinan nuestra propia experiencia vivida con relatos y versiones de otros —pues toda memoria es colectiva, no meramente individual—, y que van cambiando en cada presente que los evocamos” (Vargas, 2014, pp.91-92).
Por su parte, Merlo invita a pensar en el concepto del ícono secular, explicando su relación con la memoria, puesto que se tratan de “fotos reconocidas y compartidas por un grupo extenso” (Merlo, 2016, p.12), remitiendo a cómo todos tienen una idea de identidad como nación, como país, como comunidad, como vecindario, vehiculizada por la memoria colectiva de ciertos íconos y estereotipos compartidos, pues las imágenes para con la historia son “fundamentales e imborrables, son el patrimonio compartido por una comunidad, puesto que representan la visibilidad de un evento.” (Merlo, 2016, p.11). Aceptar este axioma tan simple supone dos cosas. En primer lugar, aceptar que todos tienen —al menos generacionalmente— unas imágenes que los definen. Si bien, todos son capaces de reconocer ciertas fotografías que perduran en la memoria colectiva, es posible identificar casos mnemotécnico-paradigmáticos como la fotografía de las Torres Gemelas ardiendo o el retrato del Che Guevara tomado por Korda como memoria occidental e ícono de los movimientos contraculturales, entre otros posibles ejemplos. En segundo lugar, bajo el impacto factual y mnemotécnico de las imágenes, los medios de comunicación pueden incurrir en el diseño de la memoria colectiva.
Si bien, el poder simbólico de las imágenes seculares pareciera residir en la amplitud polisémica de las mismas, su alcance “no es simplemente debido a una estética, sino que permite un posicionamiento frente a los hechos: los agarra y los cuenta y, al hacerlo, nos dice cómo tenemos que verlos y entenderlos” (Merlo, 2016, p.15). Así, una foto podría volverse secular cuando condensa polaridades tan fuertes como el ocultamiento, mostración, canonización, particularidad, fragmentación, universalidad, entre otras, ya que dichas polaridades permiten adaptarlas a diferentes contextos y tiempos, de ahí su valor icónico. A la postre, se puede constatar cómo a través de la imagen, inclusive ajenas al propio contexto y época, la memoria propia individual se habitúa y toma conciencia del mismo tiempo recorrido. Afirma Merlo (2016) que:
Lo que vivo en el momento de ver la foto es la conciencia de que el presente de la imagen (percibido en la inmediatez fotográfica) ya es pasado, y al mismo tiempo es el choque entre ese pasado racionalizado y el presente emocional. La imagen fotográfica –justamente por sus características fotográficas– va construyendo memoria porque vuelve a proponer el pasado sin hacernos olvidar cuál es la distancia que nos separa de él. (p.14).
Georges Didí-Huberman propone que lo interesante es la posibilidad de centrarse en el análisis de las condiciones enunciativas de las imágenes, en lo que muestran y no en lo que traicionan para “volverlas legibles, volviendo visible su construcción misma” (Didi-Huberman, 2015, p.25), su “zona del tiempo”. En este sentido, cada imagen se presenta imposible de concebir fuera de sus “circunstancias, una imagen-acto […] inseparable de toda su enunciación, como experiencia de imagen” (Didi-Huberman, 2015, p.36). La imagen es “constructora de una visibilidad de lo histórico” (Merlo, 2016, p.16). En esta relación entre imagen e historia, la memoria se enlaza en tanto “la memoria colectiva ha transformado la práctica historiográfica […] a la vez que la historia se ha dado cuenta de la importancia de la memoria y la ha tomado como objeto de estudio, ha comenzado a “historizar” las memorias” (Vargas, 2014, pp.91-92).
La imagen como documento histórico, soporte de memorias, testimonio, productora de significaciones acorde con las miradas, interpretaciones, usos, condiciones de circulación y reconocimiento asume un lugar central en los procesos de investigación histórica, en los trabajos de memorias, campo de disputas y tensiones, en la lucha por el discurso y los regímenes de verdad, pero también en los mecanismos de control de la anatomopolítica3 y en el imperio biopolítico de la imagen. Para García y Longoni (2013), las imágenes no aluden a un referente —propio del régimen esencialista de la representación— en tanto constituyen una “realidad mucho más compleja y su modo de hablar del mundo no se limita a la mera alusión a un referente” (pp.25-44). La consideración de Merlo acerca de la imagen que, en su producción es inmediatamente el testimonio de lo pasado, alude al análisis de Walter Benjamin y la posibilidad de pensar la imagen dialéctica o en movimiento:
Imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al Ahora en una constelación. En otras palabras: imagen es la dialéctica en reposo. Pues mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de lo que ha sido con el Ahora es dialéctica: no de naturaleza temporal sino de naturaleza figurativa. Sólo las imágenes dialécticas son imágenes auténticamente históricas, esto es, no arcaicas y la lengua es el lugar donde es posible abordarlas. (Didi-Huberman, 2015, p.18).
EL USO DE LA IMAGEN EN LA ESCRITURA DE LA HISTORIA
Se estudiará cuál ha sido el lugar de la imagen en la investigación histórica y cuáles son las potencialidades del uso de la imagen en el oficio de historiador a futuro. La historia, en tanto disciplina científica moderna cuyas bases metodológicas fueron establecidas en el siglo xix, ha sido una práctica que ha tomado a los documentos escritos como las fuentes fundamentales, y en algunos casos exclusivas, para acercarse al estudio del pasado. Si bien, desde el mismo siglo xix, algunos historiadores ya utilizaban imágenes como fuentes de información sobre realidades pasadas, por ejemplo, los pioneros de la historia cultural, Jacob Buckhardt y Johan Huizinga, quienes utilizaron la pintura como documento para reconstruir el Renacimiento y la Baja Edad Media, respectivamente.
Será hasta el siglo xx que algunos historiadores tomen más en serio las imágenes en tanto vestigios del pasado que pueden ser útiles para su comprensión. Es importante destacar el aporte de la escuela francesa de los Annales, que contribuyó a abrir el espectro temático y documental de la historiografía. Si bien, sus fundadores (Marc Bloch y Lucien Febvre) desde los años 20 comenzaron a utilizar imágenes para estudiar a los reyes taumaturgos o la época de Rabelais, van a ser las siguientes generaciones interesadas por aspectos culturales y cotidianos de la historia, en particular por una historia de las “mentalidades”, las que tendrán que recurrir más a las fuentes icónicas, pues los documentos escritos tradicionales resultaban limitados para abordar estos objetos de estudio. No obstante, en general, el uso de la imagen como documento histórico continúa siendo marginal dentro del gremio de los historiadores.
Como afirma Peter Burke en su famoso libro Visto y no visto (2001), lo cual es una llamada a los historiadores a trabajar con imágenes como documentos sacando provecho a sus posibilidades y encarando sus problemas y limitaciones:
Son relativamente pocos los historiadores que consultan los archivos fotográficos, comparados con los que trabajan en los depósitos de documentos manuscritos o impresos. Son relativamente pocas las revistas de historia que contienen ilustraciones, y cuando las tienen, son relativamente pocos los autores que aprovechan la oportunidad que se les brinda. Cuando utilizan imágenes, los historiadores suelen tratarlas como simples ilustraciones, reproduciéndolas en sus libros sin el menor comentario. En los casos en los que las imágenes se analizan en el texto, su testimonio suele utilizarse para ilustrar las conclusiones a las que el autor ya ha llegado por otros medios, y no para dar nuevas respuestas o plantear nuevas cuestiones. (Burke, 2001, p.12).
Este lugar marginal o secundario hace que, incluso, cuando se incorpora la imagen como material en el taller del historiador, en la mayoría de los casos no se tengan en cuenta las complejas implicaciones teóricas, metodológicas y epistemológicas que supone su uso. En este sentido, “la historia, como disciplina, continúa al margen de los esfuerzos realizados en el campo de otras ciencias humanas y sociales, en lo que respecta no sólo a las fuentes visuales, sino a la problemática visualidad” (Bezerra de Meneses, 2003, p.20); por lo tanto, autores como Peter Burke, Ulpiano Bezerra de Meneses o Tomás Pérez Vejo han venido insistiendo en los últimos años sobre la importancia no solo de darle el estatus de documento a las imágenes, sino de la necesidad de aprender a trabajar con ellas críticamente. Pérez Vejo (2012) advierte que una imagen es más polisémica que un texto escrito, por lo que se tiene que ser capaz de “reconstruir el código” con el que fueron escritas, es decir, se debe entender su contexto de producción y relacionarla con otras imágenes junto con las que constituye un sistema simbólico,4 a la vez que Burke aconseja “a todo el que intente utilizar el testimonio de una imagen, que empiece por estudiar el objetivo que con ella persiguiera su autor” (Burke, 2001, p.22).
La reconstrucción del código también implica estar atentos al problema de la técnica y el de la materialidad. Es decir, por un lado, tener en cuenta los cambios que se producen en el tipo de imagen disponible en determinados lugares y momentos y, en particular, dos revoluciones que han tenido lugar en el terreno de la producción de imágenes, como la aparición de la imagen impresa (xilografía, grabado, aguafuerte, etc.) durante los siglos xv y xvi, la aparición de la imagen fotográfica (incluidos el cine y la televisión) durante los siglos xix y xx, y la imagen digital de finales del siglo xx y comienzos del xxi (Burke, 2001); por otro lado, “incluir la materialidad de las representaciones visuales en el horizonte de estas preocupaciones y entender las imágenes como cosas que participan de las relaciones sociales y, más que eso, como prácticas materiales” (Bezerra de Meneses, 2003, p.14). Partiendo de estos aspectos, Ulpiano Bezerra de Meneses (2003) propone pasar del mero uso de fuentes visuales a abocarse al estudio de la “cultura visual”, que sería el objeto de una “historia visual” más cercana a los “estudios visuales”. De esta manera, se trataría de tomar las imágenes no como objeto de estudio en sí mismas, sino que:
Como vectores para la investigación de aspectos relevantes en la organización, funcionamiento y transformación de una sociedad […] así, la expresión ‘Historia Visual’, sólo tendría algún sentido si se tratara no de una historia producida a partir de documentos visuales (exclusiva o predominantemente), sino con cualquier tipo de documento y con el objetivo de examinar la dimensión visual de una sociedad. (Bezerra de Meneses, 2003, p.28).
Finalmente, un punto clave en esta discusión dándole un giro a la pregunta inicial propuesta por de Pérez Vejo: ¿se puede escribir historia a partir de imágenes?, surge la inquietud: ¿se puede escribir historia con imágenes? Los historiadores deben pensar la imagen no solo como fuente, sino como posibilidad narrativa. El mismo Pérez Vejo en su artículo cuestiona el logocentrismo de la historiografía: “vivimos en una tradición intelectual para la cual la palabra y el libro son centrales” (Pérez, 2012, p.20). Entonces, ¿por qué no pensar otras estrategias narrativas para contar la historia, aprovechando, entre otras cosas, las imágenes? ¿Por qué seguimos tan atados a la práctica del libro impreso y el artículo científico? Si queremos socializar los resultados de las investigaciones a públicos amplios y heterogéneos, ¿por qué no echar mano de los múltiples soportes, formatos y lenguajes de la era digital? De esta manera, Pérez (2012) indica que:
No es lo mismo hacer historia de las imágenes que historia a partir de las imágenes, aunque ambos conceptos tiendan a solaparse y hasta confundirse; no es lo mismo hacer historia del grabado a buril o de la pintura al óleo, no digamos ya del grabado y la pintura entendidos como formas de expresión artística, que utilizar imágenes de grabados y cuadros como fuentes de información histórica. (p.19).
Lo anterior tiene su origen en la misma tradición de la civilización occidental, es decir, la cultura del libro y la palabra escrita propiamente como fuente principal de conocimiento, por ejemplo, la Biblia. “Estamos ante una cultura fundamentalmente logocéntrica en la que el conocimiento se expresa mediante palabras fijadas en textos escritos” (Pérez, 2012, p.20). Las imágenes, y no es un secreto a voces, fueron muy usadas y comunes por los conquistadores españoles en América para lograr sus propósitos evangelizadores, pues, el vulgo o la mayoría eran iletrados, por lo que no sabían leer ni escribir. Las imágenes servían para asustar, amedrentar y persuadir, a tal grado que contribuyeron a dar forma a una “metafísica identitaria” (Pérez, 2012, p.21). Se pueden recordar aquellas imágenes del infierno y del purgatorio tan abundantes en el imaginario novohispano, que ponían a los indígenas a temblar. “El sentido profundo de las cosas, el saber auténtico está en el texto escrito, no en la imagen” (Pérez, 2012, p.20). La imagen quedaba jerárquicamente en un nivel cualitativamente inferior en cuanto al saber que podía proporcionar o transmitir la palabra escrita. Así:
La imagen artística devenía en un objeto intemporal, ahistórico, cuya utilización como fuente histórica se convertía en imposible, cuando no en sacrílega. La obra de arte se alzaba fuera de la historia, en una especie de vacío semiótico cuyo único sentido y significado tenía que ver con el propio concepto de arte. (Pérez, 2012, pp.20-21).
Tal vez lo más relevante de las imágenes con relación a la historia sea el hecho de que estas se componen de variantes estéticas, técnicas, semióticas, emocionales, entre otras, que confieren polisémicamente sentido y significación con relación a una determinada narratividad histórica. Aunque:
Las imágenes están escritas en un lenguaje natural y no necesitan ser traducidas. El problema se agrava por el hecho de que los lenguajes icónicos varían con una rapidez incluso mayor que la de los textos escritos […] Son las imágenes del pasado las que ofrecen mayor dificultad de lectura de los textos impresos, no al contrario. (Pérez, 2012, p.24).
Por ello, afirma Pérez (2012): “El uso de las imágenes como vestigio plantea, por lo tanto y previo a cualquier otra consideración, el problema de una paciente reconstrucción arqueológica del lenguaje en que fueron escritas” (p.24). De acuerdo con la afirmación anterior, Clifford Geertz (1983) recomienda “que el lector de imágenes debe dejar de considerar los signos meros instrumentos de comunicación, un código que debe ser descifrado, y considerarlos modos de pensamiento, locuciones que deben ser interpretadas” (p.120). Así, la imagen parece ir ganando un cierto grado de ontologicidad, en el sentido que esta sirve como testimonio ocular y reflejo de la realidad, o lo que Gombrich llamó “el principio del testigo ocular”; es decir, “lo que las imágenes nos permiten ver, lo que habríamos visto en el caso de haber estado allí” (Pérez, 2012, p.26). De esta manera, al estudiar las imágenes —si se sabe leerlas—, tal vez lo más importante sea no tanto conocer cómo fueron las sociedades del pasado que las produjeron, sino cómo se imaginaron ser ellas mismas en su tiempo y espacio. El siglo xx enseñó que quien controle los imaginarios colectivos, es decir, la producción, la distribución y el consumo de imágenes, ostentará el poder político y cultural de una sociedad. Por lo tanto:
Habría que plantearse la posibilidad de que, en muchos casos, si no en todos, las imágenes, además de reflejo de una realidad, sean también, y quizás de manera prioritaria, una sofisticada forma de construcción de realidad, un poderoso instrumento de producción y control de imaginarios colectivos. La imagen puede no informar, o informar de forma marginal, de la realidad. En principio de lo que está informando es de la forma en que una determinada realidad fue vista y de cómo esa realidad fue construida hasta convertirse en real, la mirada no es una realidad objetiva sino una construcción cultural e incluso de la forma como alguien, el autor o el comitente, quiso que fuera vista. La imagen es tanto constructora de la realidad como su reflejo (Pérez, 2012, pp.26-27).
LA IMAGEN Y LO VISUAL. DE LAS CIENCIAS SOCIALES A LOS ESTUDIOS CULTURALES
Y VISUALES
En este apartado, se discutirá la manera en que las ciencias sociales han abordado las imágenes, desde perspectivas como la Antropología visual o la Sociología, y se presentará una introducción a los estudios culturales y visuales. Además de la historia, otras disciplinas de las ciencias sociales y humanidades han tomado las imágenes como objeto de estudio, o bien, las han utilizado como fuentes, materiales o herramientas para abordar otros objetos. Pérez, por ejemplo, afirma que “la historia del arte (tradicional) se ha ocupado de la evolución del espíritu humano plasmado en obras de arte (por ejemplo, la pintura, la escultura o la fotografía) pero no de las imágenes como tal” (Pérez, 2012, p.21). La historiografía, como se discutió en el apartado anterior, ha priorizado por mucho tiempo el uso de documentos escritos y solo hasta décadas recientes los historiadores comenzaron a utilizar de manera seria y consciente las imágenes como fuentes históricas. Las potencialidades y problemas que esto implica aún continúan siendo objeto de debate. Quizás es la Antropología la ciencia social que ha tenido la relación más larga y fluida con las imágenes, tanto a nivel teórico como metodológico. La práctica etnográfica, desde sus inicios en el siglo xix, ha estado muy relacionada a los desarrollos de la técnica fotográfica. Como recuerdan Marta Cabrera y Óscar Guarín (2012), en la Antropología, la imagen garantizaba cierta objetividad científica en la “captura” de la realidad de sociedades “primitivas”, a diferencia de la historiografía, en la que se desconfiaba profundamente de los registros visuales. Cuando en la segunda mitad del siglo xx, la Antropología deviene una disciplina crítica y auto reflexiva, se deconstruye y replantea reconociendo sus orígenes coloniales, también se cuestiona la manera en la que tradicionalmente se registraban y construían imágenes del “Otro”5, dando como resultado un nuevo campo, la Antropología visual:
En los años setenta, el cuestionamiento por la posición hegemónica del antropólogo frente al ‘otro’ removió los esquemas de la disciplina y la mirada, de manera literal, se trasladó a la práctica misma. El impacto del giro lingüístico se manifestó con fuerza en una revisión de la práctica disciplinar y de la producción discursiva antropológica; uno de sus resultados fue la emergencia de un nuevo campo dedicado a la reflexión sobre los registros visuales: la antropología visual. (Cabrera y Guarín, 2012, p.13).
La Antropología visual se ocupa, desde ese entonces, de la producción de filmes etnográficos y educativos, el análisis y estudio de los medios de comunicación y la producción audiovisual, así como a la comunicación como problema. En todas estas vertientes es común la preocupación por la manera en la que la Antropología ha ido registrando y acumulando sus propios acervos documentales: “El desarrollo de la antropología visual en América Latina es incipiente, pero se trata de un campo en crecimiento” (Andrade y Zamorano, 2012, pp.11-16). Los sociólogos, por su parte, no tienen una relación tan clara con la imagen. La excepción en este caso son los estudios sociales del arte, bastante cercanos a la historia del arte, y las investigaciones que desde los años 70 vincularon la fotografía con las problemáticas sociales. En los años 80, a partir de un creciente interés por las imágenes y los fenómenos de la visualidad y su articulación con el poder, surge la Sociología visual, entendida:
Como una serie de aproximaciones visuales en las que sus practicantes emplean imágenes para retratar, describir o analizar fenómenos sociales. Esta labor se puede organizar, a su vez, en dos áreas: en la primera, prima el uso de materiales visuales como forma de documentar y analizar fenómenos sociales. En la segunda, se emplean los medios visuales como forma de producir información (Andrade y Zamorano, 2012, p.16).
Ahora bien, más o menos por la misma época, irrumpen en el escenario de las ciencias sociales y humanidades, los estudios culturales como un campo transdisciplinar interesado en los puntos de intersección (articulación) de lo cultural y lo político. Para los estudios culturales la pregunta por la representación es fundamental. Los estudios culturales permitieron las preguntas por las representaciones visuales y las políticas de la mirada que serán algunas de las preocupaciones clave de los estudios visuales. A pesar de que los estudios visuales constituyen un campo de difícil definición, un “cuadro amorfo” compuesto por prácticas académicas, centros de investigación y objetos de estudio múltiples y heterogéneos, uno de sus pioneros, W.J.T. Mitchell, se refiere a estos como una “interdisciplina” que se ocupa de la cultura visual, en tanto construcción social, pero también al revés, la experiencia de la visualidad contribuye a forjar lo social:
Los estudios visuales no son meramente una ‘indisciplina’ o suplemento peligroso a las disciplinas que abordan el asunto de la visión desde una óptica tradicional, sino que más bien exigen ser contemplados como una ‘interdisciplina’ que se vale de sus fuentes y de aquellas otras disciplinas para construir un objeto de investigación específico. La cultura visual es, entonces, un dominio específico de investigación, cuyos principios y problemas fundamentales acaban de ser articulados en nuestro tiempo. El ejercicio de ‘mostrar la mirada’ supone, en este sentido, un modo de ascender, con éxito, el primer peldaño en la formación de este campo, descorriendo, para ello, el velo de la familiaridad y despertando la –en no pocas ocasiones adormecida– capacidad para sorprenderse, de suerte que muchas de las cosas que se dan por sentadas acerca de las artes visuales y los media, y quizás también al respecto de todas aquellas formas de expresión verbal, sean puestas en cuestión. Es más, puede devolvernos a las disciplinas tradicionales de las humanidades y las ciencias sociales con ojos renovados, nuevas cuestiones y mentes abiertas (Mitchell, 2003, pp.39-40).
CONCLUSIÓN
La Antropología visual, la Sociología y los estudios visuales, enseñarían a quienes les interesa la interrelación entre la historia, la memoria y las formas temático-discursivas que encuentran estas para comunicarse a través de la imagen, es a entender la imagen como documento o fuente de información inscrita en un sistema complejo, en una cultura visual de la que forma parte. Resulta de gran importancia interrogarnos no solo lo que es o no es una imagen o qué significa, sino cuáles fueron sus condiciones históricas de producción, circulación y consumo, cuáles son sus formatos o soportes materiales, bajo qué intenciones fueron creadas, a quién estaban destinadas y cómo todo esto cambió o no con el paso del tiempo, pues el significado, los usos y las apropiaciones de las imágenes no son inmanentes y varían con el lugar, el tiempo o el contexto cultural. Estas ayudan a entender que “las imágenes no son sólo documentos entendidos desde el punto de vista positivista como repositorios de información, sino que son objetos vivos que hacen parte de nuestra vida social” (Bezerra de Meneses, 2003, p.28). Lo que estos campos aportan es un énfasis en la visualidad, en la complejidad de la cultura visual, más que en las obras de arte o las imágenes en sí mismas.
Por último, otro aporte de la Antropología, la Sociología y los estudios visuales fundamental es el que tiene que ver con el aspecto narrativo. Ha sido precisamente en estas (sub)disciplinas que la imagen ha dejado de ser un mero documento u objeto de estudio para pasar a ser parte, de manera decidida, de nuevas narrativas, explicaciones, enunciados, entre otros. El uso de la imagen como estrategia narrativa podría servir bastante a la historiografía, no solo en lo que atañe a la socialización de investigaciones y divulgación histórica, sino a la misma práctica de escritura de la historia. En esto nos hace falta ser más experimentales. Guarín y Cabrera (2012) ofrecen el ejemplo del ensayo visual, una propuesta de la que se podría aprender bastante:
El ensayo visual contemporáneo es un objeto complejo donde se entretejen aún imagen y texto; es un sitio de encuentro de prácticas artísticas y científicas, que debe cumplir, simultáneamente, con las exigencias de las disciplinas para las cuales es empleado. El ensayo visual es una forma exigente de investigación social que requiere competencias tecnológicas, pero también analíticas, creativas, semánticas, etc., para integrar exitosamente los elementos visuales con otros elementos expresivos (música, sonido, texto), así como para ajustarse a las normas disciplinares de producción de conocimiento (p.18).
El estado del arte de Guarín y Cabrera pasa por alto algunas disciplinas sociales, como la comunicación, la psicología o la pedagogía. ¿Cuál es la relación de su disciplina de formación con la imagen y con la visualidad? ¿Qué aportes ofrece su disciplina para pensar la relación historia, memoria, pedagogía? ¿Considera importante dar el salto de imagen a visualidad para comprender estas relaciones? ¿Qué ofrecen los estudios visuales y el concepto de visualidad para pensar las imágenes? ¿Qué nos aportan a quienes trabajamos con imágenes desde las ciencias sociales y las humanidades? El artículo de Marta Cabrera y Óscar Guarín, “Presentación, imagen y ciencias sociales: trayectorias de una relación” (2012), constituye un panorama sobre cómo la imagen ha ido ganando importancia en los estudios de las ciencias sociales (historia, antropología visual, sociología o estudios visuales) como fuente de conocimiento. En torno al campo de la Historia, los autores comienzan explicando por qué la imagen todavía no ha conseguido como fuente un nivel de confiabilidad suficiente dada su inmanente naturaleza representacional:
Antes que epistemológicas, las preguntas que la historia ha formulado a la imagen han sido principalmente de orden metodológico. Ya el Diccionario de autoridades de 1734 señalaba que la imagen es “figura, representación, semejanza y apariencia de una cosa”, mas no la cosa en sí, se podría agregar. Esta calidad de representación fue precisamente la que estableció un sello de desconfianza profunda hacia la validez y la veracidad de la imagen como fuente. La imagen cargó tras de sí un lastre de sospecha y su introducción en la historia fue apenas tangencial, subsidiaria de su relación con las fuentes textuales; ella en sí misma no decía nada, o casi nada, al historiador. (Cabrera y Guarín, 2012, pp.7-8).
Si bien, la Escuela de los Annales incorporó la imagen como indicador ilustrativo de una serie de manifestaciones culturales y, por ende, fuente válida para el ejercicio del análisis histórico y el desciframiento de la expresión inconsciente de una sensibilidad colectiva, Cabrera y Guarín (2012) anotan que, estos autores “lo hicieron solo de manera tangencial y complementaria de otras informaciones” (p.8); es más, incluso, los estudios llevados a cabo no utilizaban cualquier tipo de imagen, sino aquella relacionada con “la historia universal del arte” (2012, p.8). No obstante, en la actualidad la visión que se tiene acerca del potencial y las posibilidades de utilizar las imágenes para estudios historiográficos es muy diferente.
Autores como Walter Benjamin o Aby Warburg, fundadores de una nueva discursividad, comprendieron fenomenológicamente las consecuencias de la interrelación existente entre el desarrollo cultural y el papel de la imagen en la cultura de la copia y de la reproductibilidad masiva. Un desarrollo cultural que, al ubicar la imagen epicéntricamente como motor de cambio en términos de “gusto” ideológico a nivel estético, ético y político, ha venido infiriendo en el diseño de un determinado estilo de modos de producción, de circulación y consumo de la producción cultural cada vez más centrado en la imagen y, por ende, en las formas de comunicarse y “de ver”. Cabrera y Guarín afirman que la fotografía ha tenido un papel determinante en este tipo de investigaciones historiográficas: “La fotografía se ha constituido, por ejemplo, en una fuente privilegiada para los estudios sobre la memoria” (Cabrera y Guarín, 2012, p.9).
Sophie Calle, Tracey Emin, Nan Goldin y otros artistas que trabajan el tema de la memoria a través de su vida privada se centraron en la recuperación de la memoria de Otros, y, más particularmente, de quienes vivieron en contextos de violencia sistematizada: genocidio, homicidios, retenciones indebidas y arbitrarias, sometimiento, desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extrajudiciales, etc. Autores que, con actitud propositiva —no siempre elegíaca—, han abordado el tema de la Memoria: Christian Boltanski, Hans-Peter Feldmann, Art Spiegelman o Shimon Attie. Todos ellos artistas que coinciden en su forma de postularse a través del Archivo —en el sentido foucaultiano de la enunciabilidad— y que parecen abordar la práctica archivística como un método de psicoanálisis en donde el Archivo como legado mnemotécnico encarna el resultado de esa pulsión de combatir el olvido, lo vacuo.
A partir del manejo de la fotografía de archivo dispuesta narrativamente en el formato de libro dada sus posibilidades secuenciales, dichos artistas trabajan el “cómo”. Para contestar qué posibles aportes ofrecen las artes visuales, y más concretamente, los libros de artista como medios para pensar la relación historia-memoria-imagen, resultaría interesante revisar el trabajo de algunos artistas que piensan y crean desde el fragmento histórico y las micronarrativas, nuestro pasado. En 1998, el artista alemán Hans Peter Feldmann (1941) produjo “1967-1993 Die Toten”, año en que la República Federal Alemana se disolvió. Este es un libro que reproduce 92 imágenes, sacadas de periódicos, de gente que murió a causa de actos violentos o terroristas como los liderados por la organización alemana rfa dentro del margen de estos años.6 Feldmann apostó por un orden discursivo centrado en la imagen, fotografías que únicamente acompañaría de datos mínimos: el nombre y la fecha del difunto.
De esta forma, Feldmann se auxilia de las imágenes7 para dar testimonio de la magnitud de asesinatos ocurridos en el contexto alemán desde la década de los 60 al tiempo que establece una crítica hacia el medio fotoperiodístico, aparentemente imparcial y una recontextualización de las imágenes en un medio creativo diferentes al del periódico. Lo polémico e interesante de esta pieza, fue la declaración que Feldmann incluyó al final del libro: un texto en el que hablaba de las víctimas en sentido general, radicando lo controversial en cómo mezcló fotografías de civiles asesinados junto con la de algunos terroristas. Imágenes presentadas reticularmente, bajo la simple guía de la secuencia cronológica lineal. En este caso, se advierte cómo la fotografía en sí misma no prueba nada, pues es a partir de la estructura narrativa inherente al libro cuando realmente la pieza adquiere unidad y un posicionamiento simbólico determinado. ¿Qué es lo que llevó a Feldmann a no hacer dicha distinción moral? Se piensa que la belleza de su propuesta anida en la singularidad con la que abordó la historia contemporánea alemana. Los archivos de por sí no enjuician, pero enunciarlos a falta de una secuencia temporal externa —la línea del tiempo—, sin distinción moral, es ofrecer una relectura sobre la historia. ¿Quién o qué empezó qué? ¿Hasta dónde deberíamos remontarnos históricamente para entender las acciones humanas? Es a través de lo secuencial como Feldmann posibilitó el desdoblamiento semántico de la pieza, la relativización de todo apriorismo, la dislocación de ideológica sobre las causalidades históricas. “La imagen es un vehículo, un instrumento de cuestionamiento, más que un objeto de análisis en sí mismo” (Cabrera y Guarín, 2012, p.12), de ahí, que muchas áreas productivas, hayan tenido que “ampliar sus dimensiones comunicativas y operaciones, insertándola en una construcción narrativa particular —el guion museográfico, por ejemplo— (Como también, un libro, o una muestra museográfica) en donde la contextualización de la visualidad determina su comprensión e interpretación” (Cabrera y Guarín, 2012, p.12).
Cabrera y Guarín aciertan al destacar lo importante de la relación dependiente entre la imagen y el medio que posibilita la narración. Además de advertir que, la naturaleza de nuestra mirada, es decir, el ‘ocularocentrismo de las ciencias en occidente’, sesga la propia forma de ver las cosas. Una de las orientaciones fundamentales que los libros de artista han venido desarrollando en torno al eje discursivo —imagen fotográfica, memoria e historia— es la de fungir de motor de cambio en el interpretante, en su lector, al que insta a mantener un posicionamiento crítico frente aquello que nunca debe darse por sabido ni por sentado.
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Fecha de ingreso: 26/02/2021
Fecha de aprobación: 08/02/2022
1 Sobre el complejo pedagógico-performativo de la nación como estrategia de homogeneización cultural y supresión de la diferencia, ver Hommi Bhabha (2002, pp. 175-209).
2 Sobre imágenes, historia, identidad cultural y memoria de archivo o documental: Ver, Reyes Mate (2009); Allier y Crenzel, E. (2015); Belting (2011); Derrida (1997); Didi-Huberman (2004).
3 Ver, Foucault (1998); Allier y Crenzel (2015); Feld (2010); García y Longoni (2013); Gibbons (2007); Grimson (2004); Gumbrecht (2005).
4 Ver, Pérez (2012); Hite (2012); Jelin y Longoni (2003); Koselleck (2012); La Capra (2010); Schindell (2009).
5 Ver, Taylor (2003); Todorov (2010); Traverso (2007; 2011); Vargas (2014); Zamora y Reyes (2011).
6 RAF corresponde a las siglas Rote Armee Fraktion, traducible por La Fracción del Ejército Rojo. Una organización terrorista de la izquierda alemana más radical que a través de la acción armada estuvo operativa desde los años 70 hasta 1998 con una clara inclinación antiimperialista y anticapitalista.
7 Las imágenes, a veces son crudas, reproducciones de la escena del homicidio tomada por los propios medios; o, por el contrario, fotografías en vida de las víctimas que, selecciona con gran argucia.